El exorcista II, El hereje (The exorcist II: The heretic, 1977) de John Boorman (I)
La gente sufría colapsos, se desmayaba, hubo varios ataques de histeria. Los exhibidores tenían preparadas bolsitas de emergencia para los que no podían retener la comida. Se había estrenado un 21 de Diciembre. Las multitudes se agolpaban en las puertas esperando que abrieran las salas de cine. Los críticos más conservadores se escandalizaron, algunos trataban de arrinconarla lanzando burlonas soflamas. Era inútil, los espectadores eran incapaces de sustraerse al poder convulsivo e inquietante de sus imágenes. Con un presupuesto aproximado de 12 millones, terminó recaudando unos beneficios brutos de 160 millones de dólares, y aun no se había distribuido fuera de los Estados Unidos. William Friedkin demostró que el terror podría instalarse en el mainstream y abrió nuevas vías en el género, tanto desde la puesta en escena como desde la producción. El exorcista cambió la industria.
Lo impresionante de su resultado en taquilla, y el reconocimiento fuera de esta (recordemos que obtuvo dos Oscar de once nominaciones), evidenció la lógica propuesta de la Warner de producir una secuela, ésta habría de estrenarse cuatro años después, antes un aluvión de copias y sucedáneos aparecieron en las carteleras de todo el mundo: al albur de la corriente blaxplotaition surgió Abby (William Girdler, 1974); los italianos, siempre tan activos en estas lindes de la explotación, produjeron films como Chi sei? (Ovidio G. Assonitis, 1974), El anticristo (Alberto de Martino, 1974) o El medallón ensangrentado (Máximo Dallamano, 1975), y, para no aburrir, solo mencionar la aportación patria Exorcismo (1974), película de Juan Bosch al servicio del incansable Paul Naschy/Jacinto Molina.
El propio William Friedkin empezó a barajar varias ideas de cara a dirigir el mismo la continuación de su obra, pero terminó abandonando el proyecto a razón de un empeño personal que centró todo su interés, el remake de El salario del miedo (1952), clásico de Henry Georges Clouzot que cristalizaría en The Sorcerer (1977), film rebautizado en España con el profético título (para su responsable) de Carga maldita. La propuesta llegó entonces a la mesa del mismísimo Stanley Kubrick; como era de esperar éste la rechazó de inmediato. Finalmente, otro director de prestigio se haría cargo de materializar el proyecto, el británico John Boorman, que había triunfado con la punzante Defensa en 1972 y años antes con su elíptico thriller A quemarropa (1967), sabia mezcla entre la tradición del cine negro norteamericano y la más moderna narrativa europea. Lo cierto es que a Boorman ya se le había tanteado para que se pusiera al frente de la película original, pero en aquella ocasión declinó la oferta alegando su insatisfacción con la novela en la que se basaba, resumiéndola despectivamente como: “una historia sobre torturas a una criatura”.
Hay que valorar el loable esfuerzo del director de La selva esmeralda en asumir el encargo como una oportunidad para proyectar un film ambicioso, de entidad propia, de diferente estilo visual, y sustituir la carga católica que presidía la original por un tratamiento místico, etéreo (y escéptico) de los temas. Boorman articula una anómala réplica que resquebraja la política habitual de la producción cinematográfica hollywoodiense, prefiriendo ir más allá, encontrar respuestas a las incógnitas planteadas por su antecesora y ahondar, por tanto, en un interesante aspecto: la procedencia del espíritu que poseyó a Regan. Lástima que la materialización de todos estos preceptos resulte tan insatisfactoria. Continuará...
Harmonica
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