jueves, 16 de junio de 2011

TV MOVIES por Harmonica

La tercera víctima (Mousey, 1974), de Daniel Petrie
Hace poco tiempo tuve la oportunidad de visionar esta película. No la conocía. El azar dispuso la ocasión en una de esas inexorables jornadas de buscada evasión frente al televisor. Desprovisto de cualquier sentido de la orientación más o menos crítica, imbuido en un estado de auto-complacencia, topé, literalmente, con los créditos iniciales de este film, y el nombre de Kirk Douglas apareció. Era suficiente. Lo primero que llamó mi atención fue ese formato cuadrado, académico, de cuatro tercios, que delimitaban las imágenes. Podría constituir el enésimo atentado cinematográfico, ergo típico en su ejecución, mutilación mediante,…ya me entendéis. Empero advertí un cierto sentido de la armonía en cuanto a la disposición de los encuadres, en cuanto a la estructura composicional, lo que alentó el interés en otorgar carta de naturaleza a mi -fundamentada- intuición. La búsqueda fue reveladora. En efecto, La tercera víctima fue realizada para la televisión, en concreto para la cadena norteamericana ABC.
Si nos acercamos a la biografía de Kirk Douglas descubriremos como el actor aplazó todo lo posible trabajar para el medio catódico. Al fin y al cabo, asumir proyectos televisivos suponía retroceder en su prestigio profesional. En todo caso, quien diera vida a Espartaco en aquella maravillosa película de Kubrick habría de asimilar que, a mediados de los setenta, su “estrella” ya había comenzado a apagarse ensombrecida por el lógico recambio generacional que imponían los nuevos tiempos. Lo cierto es que Douglas se había estrenado en la pequeña pantalla un año antes, en 1973, con la versión musical del clásico de Robert Louis Stevenson Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Dirigido por David Winters, este telefilm estrenado a principios de aquel año por la NBC, no obtuvo el beneplácito de los espectadores y vino a prolongar el escaso interés del público por los últimos títulos protagonizados por el astro. El más reciente, Pata de palo, otra incursión en la obra de Stevenson (aquí a razón de su mítica “La isla del tesoro”), había supuesto el debut de Douglas en la dirección. La tercera víctima significó, quizás, una obligada concesión por su parte.
 La película presenta a Douglas en el papel de un profesor de biología llamado George Anderson, un tipo apocado y gris y aparentemente apacible al que apodan “ratoncito”, un sobrenombre que detesta. Al separarse, en contra de su deseo, de su mujer Laura (Jean Seberg), tiene que resignarse a hacer lo propio con Simon, un niño nacido fruto de una relación que Laura mantuvo anterior a su matrimonio con George. Éste está decidido a que el chico mantenga su apellido, pero Laura, quien está a punto de casarse con el arquitecto David Richardson (John Vernon), se niega rotundamente. George no aceptará la negativa y, llevado por el odio y el resentimiento, trazará un obsesivo plan de venganza para conseguir su objetivo.

Este irregular ejercicio de suspense alcanza efectiva entidad únicamente en virtud de la inapelable prestación acometida por un Douglas sencillamente perfecto. El actor, omnipresente en la narración, proyecta de forma brillante la progresiva dimensión psicológica de su personaje, y lo hace de manera sutil, sin excesos, muy acertado, además, en el apartado recitativo.
Impelido a olvidar a Simon -al que procura furtivas miradas desde la distancia-, y supervisado por un detective contratado por Richardson para controlar su preocupante indocilidad, George Anderson asume la necesidad de dar un paso adelante, de afrontar un reto como respuesta (fatal) a sus frustraciones, que impone su quebrada mente ante una situación que le perturba. Tras despistar al tipo que le vigila constantemente, acude a una cabina telefónica y llama a la policía para advertirles que antes de la medianoche va a matar a alguien. Anderson encuentra a ese alguien en una lavandería. Es una mujer joven que, casualidades de la vida (y del guión de John Peacock), no tiene reparos en invitar a su casa a un desconocido con la excusa de cambiar el vendaje que cubre su mano izquierda, herida al romper el cristal de una puerta. Una vez allí, Anderson rebela al espectador el significado de su apodo “ratoncito”: `Porque soy apocado, indeciso, nunca hago lo que decido hacer´, le explica a la mujer, para a continuación sentenciar(la): `Esta noche, gracias a ti, voy a hacer lo que he decidido´… Y con pasmosa frialdad amanera una cuchilla y lanza el brazo para efectuar el corte, abriéndole el cuello. La mujer avanza moribunda, desangrándose por el pasillo hasta caer al suelo. Al fondo del plano emerge, imperturbable, el rostro del ahora asesino George Anderson. Así ha cumplido con la primera de las tres víctimas que reza el título español.
La eficacia de este personaje (quizás el único reclamo verdaderamente válido del film), no viene solo determinada por el trato (p)referente (la película es toda suya), ni por la ya alabada labor de su intérprete, sino que responde también a la coherente atmósfera -visual- en la que se envuelven sus acciones: opresiva, gélida, sucia y decadente. Lo que evidencia el hecho de haber rodado la gran mayoría de la película en Londres, y haber confiado en la fotografía del británico Jack Hildyard (1908-1990), operador poco conocido pero de importante currículum a sus espaldas: El puente sobre el río Kwai (David Lean, 1957), De repente el último verano (Joseph L. Mankiewicz, 1959), 55 días en Pekín (Nicholas Ray, 1963)… Respecto a la apuesta en la planificación, la película no va más allá de la correcta funcionalidad en la que se mueve la dirección de Daniel Petrie, realizador de cuya filmografía parece fácil destacar un título: Distrito apache: El Bronx, aquel drama policial protagonizado por Paul Newman en 1981.

En conjunto, La tercera víctima resulta poca creativa, pálida en cuanto a la profundidad analítica del relato, simplemente conformista con la sobresaliente presencia del personaje principal (y con el actor que le da vida). En verdad, no logra alcanzar verdadera consistencia dramática en ningún tramo de su metraje. Pero, pese a todo, la intriga funciona aceptablemente y nos permite seguir el desarrollo de la cinta con cierto interés. Así es, en definitiva, este producto televisivo: competente más que inspirado.

lunes, 13 de junio de 2011

RONDA DE BREVES...

Daybreakers (Michael Spierig y Peter Spierig, 2009)

Sobre el papel, Daybreakers era un proyecto interesantísimo. En primer lugar, el planteamiento invertía la situación: los vampiros dominan el mundo y los humanos resisten (y perecen) en la clandestinidad. En segundo lugar, el reparto contaba con actores de primera fila como Sam Neill, Ethan Hawke y Willem Dafoe. Y en tercer lugar, y no menos importante, su vocación anulaba cualquier tipo de aproximación a esa saga de difícil catalogación genérica plagada de seudovampiros con dientes de leche, amén de sosos, pijos y ñoños. Supongo que no hace falta identificarla.
El producto final cumple este último punto. Los vampiros de Daybreakers son vampiros de verdad, sofisticados eso sí, pues los tiempos han cambiado y ya no precisan lanzarse al cuello de sus víctimas, ahora beben en copa. El problema es que, con la raza humana en proceso de extinción, se les agota el alimento y deben buscar un sustitutivo. Un planteamiento argumental con muchas posibilidades pero que naufraga tristemente a consecuencia de un flojo guión solo preocupado por el mero efecto epidérmico. Los hermanos Spierig, que también firman el libreto, no ambicionan más allá de elaborar un producto distraído, quedando solo el embrión de curiosas ideas que pudieran emanar de una historia de fondo con muchas posibilidades. Asimismo los personajes obedecen a una concepción del todo primaria y superficial. Por ejemplo, el director de la compañía que administra la sangre humana entre la población, Charles Bromsley (Sam Neill), deviene en figura harto fallida por desaprovechada.  En cuanto a la dirección, hay que valorar positivamente la solvencia de la puesta en escena que, arropada por un estilizado y convincente diseño de producción, obra de George Liddle, confieren al film una muy atractiva pátina visual capaz de sacar rédito a un modesto presupuesto de apenas 20 millones de dólares. En conclusión, lo más llorado de Daybreakers es que, partiendo de una potente premisa a desarrollar, lo que pudo ser una sugestiva y poderosa película de ciencia ficción y terror con tintes post-apocalípticos, se queda en una simplemente correcta y entretenida peliculita de serie B. Una pena.

Miedos (The Hole, Joe Dante, 2009)
Miedos es una propuesta nostálgica que alude directamente a aquellas películas de terror ochenteras dirigidas al público adolescente. No es casualidad que detrás de la cámara se encuentre Joe Dante, quien en aquella década firmara títulos como Aullidos (1981), Gremlins (1984), o Exploradores (1985). Toda una declaración de intenciones.
Tras mudarse a una nueva casa, los hermanos Dave y Lucas encuentran un extraño agujero en el sótano. Junto a su vecina Julie, descubrirán que al abrirlo, han dejado libre a un Mal indeterminado que se apropia de su entorno en incluso se adentra en sus sueños. El film es un cuento de miedo pretendidamente light que, bajo su sencilla e inofensiva apariencia, intenta explorar y reflexionar en torno a la naturaleza de esos miedos y temores que atenazan la existencia humana. Para ello, el guión dispone tres jóvenes personajes, creíblemente concebidos, que deberán enfrentarse a sus más intensos (e “internos”) temores. La límpida puesta en escena de Dante, atenta, no obstante, al detalle y la sugerencia, resulta una coherente implicación para con la idea conceptual que quiere, y consigue, desarrollar la película. Pero Miedos, que yo defiendo como un buen trabajo destinado al público juvenil, tendrá difícil encontrar su público entre las nuevas generaciones al tratarse de un producto a contracorriente en su género, lo que puede defraudar a ese espectador cuyas pretensiones son únicamente asimiladas y satisfechas en el contexto del cine posmoderno.

Fantasmas de Marte (Ghost of Mars, John Carpenter, 2001)
¡Cuánto habré discutido sobre esta película! Conocidos admiradores de John Carpenter, entre los que me encuentro, insistían, una y otra vez, en anular mis (negativas) estimaciones críticas respecto al film a partir de argumentos tan paradójicos como: “Es una película solo para fans de Carpenter (¡!), es una gamberrada simpática de las que ya no se hacen, un pastiche del ideario carpenteriano en referencial auto-homenaje, o una (otra) muestra más del carácter outsider del director, una divertida recuperación de la serie B más transgresora” etc…
Pero, en mi opinión, Fantasmas de Marte no posee coartada creíble alguna porque, este western fantástico que venía a reincidir en la temática sobre Marte (recuérdense otros títulos del momento como Misión a Marte y Planeta rojo), adolece de un guión inconsistente provisto de risibles diálogos y de una narración a todas luces deficiente, Los personajes son arquetípicos y unidimensionales, meras marionetas dispuestas en el encuadre. La dirección resulta plana, efectista, apática y desganada. El diseño de producción es pobre y, por añadidura, poco creíble. Solo mínimamente dignificado por la competente fotografía de Gary B. Kibbe que saca notable partido de la uniformidad cromática de la película. No existe tensión dramática, las escenas de acción aparecen atropelladamente, carentes de toda fuerza. En cuanto a la música, Carpenter abandona su minimalista sintetizador y se entrega de lleno a una especie de rock metálico y heavy metal cuya función con respecto a las imágenes es más ruidosa que descriptiva. Al hablar de los actores hablamos de lógica incapacidad para defender papeles indefendibles. Empero el error más acusado en este ámbito reside en otorgar preferencia, supuestamente carismática, al tipo menos indicado. Me explico, si en la anterior película de Carpenter, la irregular pero muy superior Vampiros, disfrutábamos de un empático personaje -Jack Crow- lleno de fuerza al que daba vida un James Woods colosal; en Fantasmas de Marte debemos conformarnos con un tal James “Desolación” Williams interpretado, es un decir, por ese rapero y ocasionalmente actor, es otro decir, llamado Ice Cube. Así es imposible.
Han tenido que pasar nueve años para que el autor de La niebla, previo paso por la televisión gracias a la serie Masters of Horror, vuelva a dirigir para la Gran Pantalla. Su nueva película se llama The Ward y es un thriller de terror psicológico ambientado en una institución psiquiátrica. Aquellos que ya han tenido oportunidad de verla no se han mostrado muy entusiastas con el resultado, más bien todo lo contrario.
Harmonica

viernes, 10 de junio de 2011

JORGE SEMPRÚN (1923 - 2011)

El pasado 7 de Junio falleció Jorge Semprún a los ochenta y siete años, en su domicilio de París, como ha confirmado su hija a los medios. La relación con el cine del ex-ministro de Cultura, no es poca. Aunque su desempeño literario se centró más en la prosa, es autor de algunos de los guiones más importantes del cine francés, además de haber apoyado a la cinematografía española desde su cargo de ministro.
Alain Resnais contó con sus guiones en películas tan relevantes como ‘La guerra ha terminado’ y ‘Stavisky’. Para Costa-Gavras, Semprún escribió los guiones de ‘Z’, ‘La confesión’, ‘Sección especial’ y una cuarta colaboración que anunciamos en 2007. Como ya indicaba entonces, tanto ‘La guerra ha terminado’ como ‘Z’ eran películas estructuralmente complejas, ambiciosas, y de una profunda reflexión política en absoluto panfletaria —menos aún en la desencantada película de Resnais—. Ambas obtuvieron nominaciones al Oscar en la categoría de mejor guion en los años 1966 y 1969, respectivamente.
Joseph Losey, Yves Boisset, Pierre Schoendoerffer o Alexandre Arcady son algunos otros de los directores para los que Semprún escribió guiones. En España, trabajó junto a Mario Camus en la serie ‘Los desastres de la guerra’ y por su cuenta escribió y dirigió el film ‘Las dos memorias’. Ha dejado escrito el guion de la tv-movie francesa ‘Le temps du silence’ , que se estrena este año.
Jorge Semprún fue designado ministro de Cultura por Felipe González en julio de 1988 en sustitución de Javier Solana. Desde su cargo, fue precursor del Decreto de ayuda a la Cinematografía de 1989 (‘Decreto Semprún’), entre otras leyes para fomentar las artes. Tras ser reemplazado en el cargo por Jordi Solé Tura, Jorge Semprún regresó a Francia en 1992 como consejero de Canal+.
Semprún, que había sido encerrado en el campo de Buchenwald, que había vivido en la clandestinidad comunista en el Madrid de los cincuenta y había sido expulsado de la dirección del Partido Comunista a mediados de los sesenta, vivió en París desde la primera juventud hasta la muerte y se hizo universalmente famoso con una obra escrita en francés; sin embargo, nunca renunció a la ciudadanía española. Era nieto de Antonio Maura, jefe del partido conservador y varias veces presidente del Consejo de Ministros durante el reinado de Alfonso XIII.

martes, 7 de junio de 2011

ESPECIAL "FRENCH CONNECTION I&II" por Harmonica

El día 17 de Octubre de 1971 tuvo lugar el estreno de Contra el imperio de la droga. Poco falta, pues, para celebrar cuarenta años desde su primera proyección en los cines de la ciudad de Nueva York. Quizás, nada más se pueda aportar sobre este título mítico que ha sido lo suficientemente relevante en la historia del cine como para generar ríos de tinta en torno a sus indudables virtudes y lo que significó para el género hace cuatro décadas. Vista hoy, no ha perdido ni un ápice de su fuerza, y pocos son los thrillers actuales que no palidecen ante el virtuosismo escénico desplegado por su director, el francófilo William Friedkin, quien concibió un film alejado de la poética glorificación del representante de la ley e imbuido en una visión distópica, casi infernal, de la metrópoli urbana…Realista al fin y al cabo. Esa realidad palpable que Friedkin intenta captar mediante la subjetiva dimensión de su estilo, la estructura fragmentada de la narración, y un tono estilístico semi-documental (1). Una especie de cinema-verité, de obra de “arte y ensayo” que confiere autenticidad a cada secuencia.
Así mismo, real es el hecho en el que se basa el argumento, extraído a su vez de un best seller del periodista Robin Moore publicado en 1969 y adaptado a la pantalla por el guionista Ernest Tidyman: El enorme decomiso de droga llevado a cabo a principios de 1962 por parte de dos policías del departamento de narcóticos de Nueva York, Eddie Egan y Sonny Grosso.
Hasta cierto punto revelador, y una de las grandes aportaciones del film, es el personaje principal: Jimmy “Popeye” Doyle (trasunto del verdadero Eddie Egan), interpretado por Gene Hackman, hasta entonces solo un destacado actor de reparto. Doyle es un personaje expansivo, cínico, de moral ambigua, vulnerable, y a veces brutal, un tipo capaz de matar por la espalda a un hampón desarmado, poner en peligro la vida de los ciudadanos mientras realiza su trabajo, o herir a un sospechoso durante un interrogatorio. “Tengo que poner un poli que no hayan visto antes, un poli que sea bueno y malo, víctima y verdugo a la vez”, recordaba  Friedkin. Un personaje, en suma, alejado de la distinción y clase del “superpolicía” al que daba vida Steve McQueen en Bullit (1968), obra referencial del thriller policiaco moderno, aún concebida en torno a figuras y ambientes luminosos y asépticos, y célebre, entre otras cosas, por la aclamada persecución entre el “Ford Mustang” del teniente Frank Bullit y un “Dodge Charger” por las calles de San Francisco. A pesar de que la película apuesta igualmente por imprimir una textura realista a sus imágenes (de hecho, comparten productor: Philip D´Antoni), bien nos puede servir esta destacada secuencia como epítome de referencia, fácilmente extrapolable al resto del contenido, para hallar diferencias de tono, de estilo y de intenciones entre ambos títulos: Si en el film de Yates la persecución es limpia, amplia, sobria y equilibrada, casi desprovista de obstáculos; en el film que nos ocupa, donde presenciamos la intensa cacería que emprende Doyle al volante de su automóvil contra un sicario de Alain Charnier (nuestro Fernando Rey) que escapa por el metro elevado de Nueva York. Aquí, la secuencia es perturbadoramente crispada, sucia y frenética, desesperadamente claustrofóbica, y está llena de obstáculos en forma de peatones, vehículos y otros riesgos (pilares del puente), además está filmada con planos más cortos y breves, y utiliza un montaje mucho más fragmentado.

Sería el gran director Don Siegel (que ya había realizado aportaciones seminales en ese sentido como Brigada homicida y La jungla humana), quien con la controvertida Harry el sucio, estrenada ese mismo año, 1971, cristalizaría elementos centrales del thriller similares al film de Friedkin en relación a sus deteriorados escenarios urbanos, los cuales se avenían con el carácter de sus personajes protagonistas. Cierto que ambas películas eran brillantes y fueron un rotundo éxito, pero solo Contra el imperio de la droga alcanzó el prestigio en virtud del apoyo de la crítica y los numerosos honores que recibió, entre ellos los Oscar correspondientes a la mejor película, mejor director, mejor actor, mejor guión y mejor montaje. Todo un triunfo para un título de estas características. Incluso, recordaba el director como le asaltaron dudas sobre su verdadera valía para lograr estar a la altura en el futuro. Lo consiguió con El exorcista (1973). Empero fracasó con su siguiente película, Carga maldita (1977). A partir de entonces su carrera declinaría rápidamente. Antes, en 1975, la Fox estrenaba la secuela de Contra el imperio de la droga


…En efecto, French Connection II fue, desde el primer momento, un proyecto muy deseado por el estudio, pero su producción se demoraba ante la incapacidad de presentar una idea lo verdaderamente convincente que hiciera de esta continuación una propuesta realmente atractiva, al menos desde una perspectiva comercial. Si bien, el punto de partida parecía claro desde el inicio: “consumar” el enfrentamiento entre Doyle y Charnier, algo que se consideraba reclamo principal por el público, ávido de presenciar el “ajuste de cuentas” entre ambos personajes.
Los guionistas Robert Dillon, Laurie Dillon Y Alexander Jacobs presentaron una acertadísima premisa argumental en la cual el detective (Doyle, se entiende) es situado en una geografía, Marsella, en la que se siente extraño, incómodo en su desconocimiento del idioma y en las costumbres del país galo. Si en Contra el imperio de la droga “Popeye” perseguía al capo del narcotráfico por las calles de Nueva York, ahora es enviado a la ciudad francesa, pues al parecer es el único que puede reconocer al villano, aquí en su propio hábitat. Para ello deberá colaborar con el inspector Henri Barthelemy (Bernard Fresson).
Fue el primero de los guionistas citados, Robert Dillon, quien sensibilizó al estudio para que diera luz verde a la contratación como director del neoyorkino John Frankenheimer. Dillon había trabajado con el autor de Siete días de Mayo solo un año antes en el film 99, 44% Muerto, y sabía de las indudables condiciones que atesoraba de cara a ponerse al frente del proyecto. La consecuencia gozosa del trabajo de Frankenheimer sirvió a éste como una suerte de proceso analépsico en lo que tuvo de reubicación dentro de la gran industria (2). Frankenheimer no se limitó a poner -mecánicamente- en imágenes el libreto entregado por los Dillon y Jacobs, en función de su propia concepción de secuela más o menos oportunista, sino que, como consecuencia de una meridiana implicación y su maestría proverbial en la elección del encuadre y los movimientos de la cámara, dotó a la película de una personalidad propia muy poco dada en este tipo de estrategias comerciales. Fijémonos en una secuencia –otra idea brillante-, aquella en la que Charnier y sus hombres retienen a Doyle durante tres semanas en una sórdida habitación y le suministran dosis de heroína hasta convertirlo en un yonqui. En las escenas posteriores asistimos al confinamiento del policía en los sótanos de la comisaría donde se “desarrollará” el proceso de desintoxicación. Un proceso filmado mediante un despliegue afortunado de elementos visuales cercanos al lenguaje del documental, reforzando el carácter angustioso del momento en su exploración realista de una asombrosa -y visceral- fuerza visual. Resultado cómplice de un soberbio, entregadísimo Gene Hackman, quien profundiza en su personaje a partir de una mayor riqueza en la descripción del mismo. Después de consolidarse como “actor de primera fila”, Hackman intervino en la muy recomendable Carne viva (Michael Ritchie, 1972), con guión, por cierto, de Robert Dillon; trabajó a las ordenes de Coppola en La conversación (1974), dio la réplica a Al Pacino en la ganadora en Cannes El espantapájaros (Jerry Schatzberg, 1973), o se puso al frente del reparto coral en la superproducción La aventura del Poseidón (1972), de Ronald Neame. A pesar de este nuevo status profesional del que gozaba, el actor mantenía su compromiso de retomar al pintoresco James Doyle -significativo personaje, pues supuso un antes y un después en su carrera-, y más aún tras conocer la identidad del director con el que ya había trabajado en 1969 en Los temerarios del aire. Desde entonces ambos se procesaban una admiración mutua y no desaprovecharon esta nueva oportunidad de colaboración, aunando esfuerzos y talentos en beneficio del resultado artístico de la película.

En cuanto a la estética, se insiste en el verismo y la fisicidad, en la inmediatez promotora de efectiva credibilidad. John Frankenheimer asumió un estilo pretendidamente realista (barridos, cámara al hombro, planos subjetivos…), aunque si entendemos esta circunstancia solo en base a una dependencia adquirida por el cineasta en seguir los pasos de su predecesor, podemos (re)incidir en una errónea valoración extendida en el tiempo que evita analizar la obra global del director de El hombre de Alcatraz, por cuanto este ya se había mostrado, y mucho antes, tendente a operar con tales procedimientos de representación.
En French Connection II también acontece una persecución, aquí a pie y no motorizada, como acertado clímax final, entre el cazador y su codiciada presa. Vibrante, portentosa en la planificación y envuelta en una atmósfera poco rígida pero controlada. El director tiene la habilidad y, por qué no decirlo, la audacia, de insertar la cámara subjetiva para mostrar el punto de vista de un Hackman en su frenético -y obsesivo- discurrir por las pobladas calles de Marsella. Un cierre seco y contundente para este thriller vigoroso e incomprendido de cuya valoración “oficial” se deduce un cierto rechazo en términos de comparación. Probablemente, la distinción muy notoria obtenida por el título original de 1971 jugó en contra de esta segunda parte que, si bien alcanzó un importante éxito económico en las taquillas (sobre todo europeas), no logró (ni) acercarse a las cifras registradas por el film de William Friedkin. Ya es momento de hacer justicia a esta continuación (con mucho de reinterpretación) poniendo en alza sus incuestionables aciertos y reivindicando, decididamente, su valía. French Connection II supone una de las secuelas más interesantes y sugestivas de la historia del cine norteamericano. En cualquier caso, ambos títulos conforman un díptico sensacional.

Título: Contra el imperio de la droga
Título original: The French Connection
Dirección: William Friedkin
País: Estados Unidos
Año: 1971
Reparto: Gene Hackman, Fernando Rey, Roy Scheider, Tony Lo Bianco, Marcel Bozzuffi, Frédéric de Pasquale, Bill Hickman, Ann Rebbot, Harold Gary, Arlene Farber, Eddie Egan, André Ernotte, Sonny Grosso, Benny Marino, Patrick McDermott, Alan Weeks, Al Fann, Irving Abrahams, Randy Jurgensen, William Coke, The Three Degrees
Guión: Ernest Tidyman
Música: Don Ellis
Fotografía: Owen Roizman
Montaje: Gerard B. Grenbeerg
Productor: Philip D´Antoni


Título: French Connection II
Título original: French Connection II
Dirección: John Frankenheimer
País: Estados Unidos
Año: 1975
Reparto: Gene Hackman, Cathleen Nesbitt, Fernando Rey, Bernard Fresson, Jean-Pierre Castaldi, Philippe Léotard Guión: Robert Dillon, Laurie Dillon, Alexander Jacobs
Música: Don Ellis
Fotografía: Claude Renoir
Montaje: Tom Rolf
Distribuidora: 20th Century Fox
Productor: Robert L. Rossen




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(1) Friedkin se sentía muy cómodo en el lenguaje del documental. Ya había introducido las técnicas propias de este formato en sus primeras películas: Good Times (1967), The Birthday Party (1968) y Los chicos de la banda (1970). Amén de su primera labor como director de la sección de documentales de WBKB-TV.
(2) Tras el fracaso notable de su, por otra parte estupenda, Orgullo de estirpe en 1971, Frankenheimer se vio forzado a dirigir en Europa, concretamente en Francia, su próxima película. Sueños prohibidos solo llegó a estrenarse en festivales de cine, pero al menos permitió al director perfeccionar su conocimiento del idioma y arraigar algunos contactos en aquella industria. Su vuelta a los Estados Unidos se produce a razón del encargo El repartidor de hielo (1973), para a continuación ponerse al frente de la fallida 99,44% Muerto. Ambos films constituyeron sendos fracasos económicos.