viernes, 28 de octubre de 2011

CRÍTICAS CINE DE ESTRENO

La Cosa (The Thing), de Matthijs van Heiginingen Jr.


En 1982 el director John Carpenter estrenaba La cosa, adaptación de un relato de John W. Campbell Jr. titulado Who Goes There?, que ya había dado pie en los años cincuenta a un clásico menor como El enigma de otro mundo, con Christian Niby y Howard Hawks en labores de dirección y producción respectivamente.

Obra fascinante, la película de Carpenter -su primera gran producción, su primera Serie A- distaba mucho de ser una monster movie al uso, al situar la amenaza no solo en el exterior, sino dentro de cada uno de los personajes, y planteando un esqueleto narrativo cuyo desarrollo hacía posible una sabia modulación intergenérica entre ciencia ficción, terror y, sobre todo, suspense. Pero tal éxito artístico no tuvo traducción (positiva, se entiende) en las taquillas norteamericanas. Mucho tuvo que ver el lanzamiento, solo dos semanas antes, y por orden del mismo estudio (Universal Pictures) de E.T. El extraterrestre, obra decididamente menor -pese a su aureola mítica-, cuyo infantilismo, tan caro a su director, conectó más y mejor con las audiencias del momento.
Afortunadamente el tiempo ha hecho justicia, pues más vale tarde que nunca, y la película de Carpenter ha adquirido merecidamente la condición de clásico incontestable del cine fantástico moderno.

Casi treinta años después, Hollywood -coherente con su política industrial- nos propone volver al frio hielo de la Antártida con esta revisitación a modo de precuela. La cosa, versión 2011, narra los hechos ocurridos en la base noruega anteriores a la llegada del grupo norteamericano (liderado por McReady/Kurt Russel) de la versión del 82. Así, es a los personajes de esta nueva aproximación fílmica a los que corresponde encontrar a la criatura en el interior de un enorme bloque de hielo, cuando sus sucesores se veían amenazados por el alienígena en libertad y mimetizado en el cuerpo de un perro, circunstancia concreta que se aprovecha al final del film -y de forma plausible- para conectar con el inicio de la cinta de Carpenter. Pero ahí terminan -obvio el cambio en el sexo del rol protagónico al no ofrecer alteración alguna en el entramado dramático- las diferencias, más o menos sustanciales, entre ambas versiones, porque el resto del relato discurre con mínimas variaciones, participando de las mismas ideas argumentales de su ilustre predecesora. De hecho, hay secuencias calcadas que no voy a describir, amén de la célebre escena del análisis de sangre que, al menos aquí, y probablemente por no sobreexponerse en la literalidad, es sustituida por una inspección bucal. Quizás por todo ello pueda resultar conveniente (más que nada por informar/avisar al espectador) hablar más de un remake (de un remake) que de una precuela, pese a que ésta ultima terminología sea la más adecuada para “vender” y justificar la propia existencia del producto en sí.

En cualquier caso, una propuesta como esta, tan (de)limitada en sus aspiraciones creativas, me obliga a reformular la crítica de mi discurso. O mejor dicho, a generar dos puntos de vista:
El primero, en respuesta a su condición de precuela o remake encubierto, ya lo he expuesto, y creo que con meridiana claridad. La película es insuficiente para el que haya conocido la versión de los ochenta. No quiero decir que pueda llegar, por decirlo de alguna manera, a “ofender” a ese determinado público. No obstante, domina una mirada respetuosa sobre su modelo (nunca mejor dicho) y no dudo que el proyecto haya nacido con la vocación de rendir un merecido homenaje a aquel clásico (incluso se recupera en parte la música de Ennio Morricone); pero no aporta, no sorprende, no toma cierta distancia. Su mimetismo exaspera. Provoca indiferencia.
El segundo enfoque requiere olvidar la existencia del referente y asumir la propia naturaleza del producto en base a su atenimiento a las consabidas consignas de producción. Visto así, La cosa (2011) resulta un trabajo competente si bien rutinario, un agradable entretenimiento exento de relieve emocional, dirigido (a las menos condicionadas) audiencias juveniles (que al fin y al cabo son las que predominan en las colas de los cines), donde prima la acción y el espectáculo al servicio de unos efectos especiales que brillan a gran altura: los procesos de transformación convencen y se reciben con sensaciones a medio camino entre el  miedo y el asco. Lástima que un uso excesivo de los CGI rompa el efecto visceral de algunas mutaciones (En esos momentos echaba en falta la subyugante fisicidad de los artesanales trucajes del venerable Rob Bottin: cómo no recordar aquella boca dentada que surgía del estómago de uno de los personajes infectados cuando otro intenta reanimarlo con el desfibrilador, mordiéndole ambos brazos y amputándoselos para a continuación, tras ser reducido por el fuego del lanzallamas, utilizar un fragmento de la cabeza humana a modo de cuerpo del que surgen unas gigantescas patas de araña… Uffffff...).
El director Matthijs van Heiginingen Jr., un debutante de origen danés curtido en el mundo de la publicidad, logra una película visualmente atractiva, aceptablemente atmosférica. Resuelve bien las escenas de acción y se muestra preciso en el ritmo. Suficiente para distraer al espectador y mantenerle tenso, ocasionalmente, en su butaca.

En definitiva, y para resumir: si eres fan -como yo- del clásico de John Carpenter, esta nueva película te parecerá innecesaria, porque esto ya estaba contado antes y además mucho mejor (y no voy a entrar ahora en el debate, estéril, sobre la necesidad o no de nuevas versiones, remakes, reboots… o como queramos denominarlos). A lo sumo te hará recordar, con más añoranza si cabe, la cinta carpenteriana. Si por el contrario llegas virgen a la proyección puedes identificarte como público objetivo y esta puede ser tu película. Posiblemente no dejará huella alguna en tu memoria, pero seguro que, a tenor de su pulso sostenido, logrará entretenerte durante 103 minutos. Justamente lo que dura.

Harmonica

miércoles, 28 de septiembre de 2011

LA MÁQUINA DEL TIEMPO por Harmonica

La banda de Alexander (Alexander's Ragtime Band, 1938), de Henry King
Convendría exhumar, título a título, la filmografía de un director como Henry King, cuyo legado cinematográfico parece haber sido desestimado en función de prejuicios absolutamente infundados. El principal, haberse mantenido fiel, durante 32 años (1) -todo un record­- al estudio Twentieth Century Fox. Pero fidelidad, en este caso, no significa sumisión. Es esta una afirmación fundamentada en la estudiada y estrecha relación que King mantuvo con el magnate de la Fox, y en la valoración conjunta, reflexiva, que podemos manifestar en virtud de una coherente aproximación a toda su obra.
En el apartado concreto de este film, yo mismo realicé una especie de ejercicio de auto-inducción hacia un territorio genérico, el cine musical, que siempre se me había antojado, en una limitadísima experiencia, muy poco estimulante... Hablando de prejuicios… Al final, resultó aquel un ejercicio de lo más saludable, y disfruté muchísimo con La banda de Alexander. 
La historia comienza en San Francisco, en 1911. Un talentoso músico de la alta aristocracia, Roger Grant (Tyrone Power) discute con su tía Sophie (Helen Westley) y el profesor Heinrich (Jean Hersholt), ambos disgustados por la decisión de éste de abandonar la música clásica para dedicarse a otra de corte más popular. Llevado por este deseo forma una banda junto a Charlie Dwyer (Don Ameche) compositor y pianista, y Davey Lane (Jack Haley) un excelente batería. Juntos, acuden a una prueba en el bar Dirty Eddie's.

Justo antes de salir a escena, Charlie se da cuenta que ha olvidado la pieza musical que había compuesto para la actuación. Sin tiempo para nada, Eddie (Robert Glecker) les facilita una partitura -titulada Alexander's Ragtime Band- que la cantante Stella Kirby (Alice Faye), entretenida saludando a unos amigos, ha dejado olvidada sobre la barra. La canción se convierte en un éxito tal que Roger terminará llamando a la banda con el nombre del tema y cambiando el suyo por Alexander.
Charlie está enamorado de Stella y consigue que un importante productor escuche a la formación en una de sus actuaciones, éste ofrece a Stella un papel en una producción de Broadway, pero el egoísmo de Roger intenta impedir su marcha, alegando que debe permanecer en la banda. Stella, disgustada con la actitud de Roger, acepta la oferta y va a Nueva York, logrando rápidamente el estrellato.

Cuando estalla la Primera Guerra Mundial, Roger se alista y le encargan la dirección de una banda del ejército; más adelante lo envían a Europa. Stella, por su parte, se ha convertido en una estrella, y se casa -probablemente por despecho- con Charlie. Pero cuando Stella ve a Roger a su regreso de Francia, se da cuenta de que lo sigue amando, por lo que Charlie y ella deciden divorciarse amistosamente. De ahí en adelante, el empeño principal del argumento será el de retornar la situación (sentimental) al punto de origen entre Roger y la cantante.

La banda de Alexander fue uno de los primeros musicales de Darryl F. Zanuck. En 1935 Fox se fusionó con la pequeña compañía Twentieth Century Productions, encabezada por Zanuck y Joseph Schenck. El primero reemplazó a Winfield Sheehan como jefe de producción en la nueva Twentieth Century Fox. En un tiempo en el que el musical, con el reciente advenimiento del sonido, se producía en cantidades industriales -mención especial para Paramount y Warner-, la nueva andadura al frente del estudio siguió apostando con fuerza por el género, sobre todo a raíz de los grandes éxitos cosechados por las piezas musicales de la pequeña Shirley Temple, quien habría de convertirse en la estrella infantil más popular de la historia del cine. Zanuck, además, contrató a un grupo de técnicos de primera categoría como los directores artísticos Boris Leven, Wiard Ihnen y Richard Day; el compositor Alfred Newman y el director de fotografía Leon Shamroy. También a la montadora Barbara McClean y al guionista, y ocasionalmente director, Nunnally Johnson. El director Henry King, que tendía a trabajar con las mismas personas, se beneficiaría de la llegada de estos nombres de profesionalidad contrastada. Su primera película para el estudio -entonces Fox Films Productions- se tituló Lightnin y databa de 1930. Con la llegada de Zanuck cuatro años después, King afianzó una posición destacada que duraría décadas y le permitiría ponerse al frente de los proyectos más caros e importantes de la casa, disfrutando de un contrato bien remunerado que, además, le daba la posibilidad de dirigir una película para cualquier otro estudio hollywoodiense por cada dos de la Twentieth Century Fox(2). Sin ir más lejos, justo antes de la película que nos ocupa, el director firmó la superproducción Chicago, la propuesta más relevante de aquel año, melodrama americano de trasfondo histórico que incluía en el reparto a nuestro trío protagonista: Tyrone Power, Don Ameche y Alice Faye.
Tyrone Power había sido descubierto y promovido por King, quien le brindó la oportunidad de protagonizar Lloyds de Londres en 1936. En lo sucesivo ambos coincidirán en diez películas más, entre ellas Tierra de audaces (1939), El cisne negro (1942) y El príncipe de los zorros (1949).
Dominic Felix Ameche (Don Ameche) debutó en el cine en 1935. Su elegancia y simpatía le convirtieron pronto en unos de los rostros más populares de Hollywood. King lo tuvo a sus órdenes interpretando al indio Alessandro Assis en Ramona (1936). Luego destacaría en títulos como El gran milagro (Irving Cummings, 1939), incorporando al inventor del teléfono Alexander Graham Bell; o como comediante en obras del nivel de Medianoche (Mitchell Leisen, 1939) y El diablo dijo no (Ernst Lubitsch, 1943).

Respecto a Alice Faye, fue una estrella en los años treinta, aunque su recuerdo se haya visto difuminado por la decisión de abandonar la profesión prematuramente tras interpretar uno de sus mejores papeles en ¿Ángel o diablo? (1945) a las órdenes de Otto Preminger (Si bien, volvió al cine diecisiete años después con State Fair, curiosamente un remake de un famoso film de King de 1933). Fue en verdad vital para los dos subgéneros favoritos del estudio: los musicales de ambiente latino junto a Carmen Miranda (ej. ¡A la Habana me voy!, Walter Lang, 1941), y las biografías de músicos americanos del Siglo XIX. En éste último apartado temático se ideó concebir la propuesta de La banda de Alexander, esto es, un biopic oficial del prolífico compositor Irving Berlin (1888-1989). Empero, el músico rechazó tal idea, viniendo, no obstante, a ofrecer un argumento propio -una banda de música que inicia una nueva era en la música popular del momento- para el que preparó veinticuatro geniales canciones(3), incorporando su primer gran éxito de 1911, el mítico tema Alexander's Ragtime Band(4), que daría título al film. Un film  provisto de la (contenida) poesía que conviene al relato. Si bien la materia argumental de la que parte supone un cúmulo demencialmente simple (donde no faltan clichés de todo tipo) de encuentros y desencuentros amorosos entre los tres personajes protagonistas, procede afirmar aquí que el verdadero interés de sus responsables constituye la formulación de una fábula vital que redime al relato y lo convierte en una pieza realmente memorable.
El director logra un loable equilibrio entre comedia, romanticismo, drama y, obviamente, música. En este sentido resulta destacable la capacidad de “operar” con casi una treintena de temas musicales sin sugerir ni siquiera (¡milagro!) una sensación de cierta saturación, pues todas las canciones se imbrican con habilidad dentro de una narración bien modulada. King busca la armonía a través de la contención en la forma. Por ejemplo, la representación de las pasiones amorosas elude el manierismo y la arrebatada compulsión de la cámara de un Douglas Sirk, apostando, al contrario, por la sencillez expositiva. Fijémonos en la escena que muestra el flechazo entre Stella y Roger durante una actuación. La primera canta y el segundo dirige la orquesta. En un momento dado se cruzan las miradas de ambos (mientras Charlie observa decepcionado). Al finalizar la canción, Stella sale corriendo hasta llegar a un balcón frente al mar, Roger la sigue de inmediato y culminan el flechazo. Han descubierto, fulgurante, su enamoramiento. Un momento filmado con la habitual elegancia formal de su autor, sin retórica, pero sin perder emotividad.

El uso del plano medio, la conjugación de secuencias largas y cortas, o la discreta, en ocasiones invisible, presencia de la cámara, son marca de la casa. King en estado puro. El director, en efecto, no quiere llamar la atención, dejar patente su firma en cada secuencia. No, aquí -como en toda su filmografía- hablamos de naturalidad del encuadre y fluidez comunicativa. A la hora de poner en imágenes las actuaciones de la banda, la vistosidad de éstas pasa a un segundo término, de modo que los personajes nunca desaparecen bajo el entorno. King hace un sutil uso del travelling para mostrar el espectáculo. Sirva de ejemplo el número musical sobre el toque de diana en la que un soldado se convierte en actor cuando la cámara se desplaza hacia atrás y descubrimos la orquesta y el público. También es magnífico el travelling lateral que sigue a Roger cuando éste, junto a sus compañeros, abandonan el teatro para partir al frente y Stella (acompañada de otro travelling) intenta abrirse camino entre la multitud para llamar la atención de Roger.
En lo que atañe de modo más particular al apartado interpretativo, no hay mucho que decir. Basta con rendirse a la evidencia, porque Power, Faye y Ameche están magníficos. A uno le resulta difícil imaginar a otros actores en esos papeles. Pero el capítulo de los halagos merece ampliarse al plantel de secundarios que rodean a las estrellas. Jack Haley, quien a continuación daría vida al hombre de hojalata en El mago de Oz (Victor Fleming, 1939) aporta la nota humorística encarnando al chispeante Davey Lane, el batería de la banda. Muy eficaz, también, despertando la simpatía de los espectadores, está Robert Glecker en la piel del bonachón Eddie. Y Ethel Merman como Jerry Allen (la nueva voz de “La banda de ragtime de Alexander” tras el regreso de Roger) nos seduce con su poderosa voz, siendo sus actuaciones en el Café de París, el Picadilly Club (en Londres) y el Carnegie Hall neoyorkino una auténtica delicia para la vista y los oídos.
Estrenada el 11 de Agosto de 1938, La banda de Alexander obtuvo el beneplácito de crítica y público. En la entrega de los Oscar se alzó con el premio a la mejor banda sonora para el compositor y director de orquesta Alfred Newman. También fue nominada a mejor película (Darryl F. Zanuck y Harry Joe Brown), montaje (Barbara McClean), dirección artística (Bernard Herzbrun y Boris Leven), mejor canción (Irving Berlin por “Now It Can Be Told”), y mejor guión original (Kathryn Scola y Lamar Trotti).
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(1) Entre
Lightnin (1930) y Suave es la noche (1962).
(2) Tal cláusula contractual solo la hizo efectiva una vez, en 1959, cuando dirigió para la Universal Esta tierra es mía, con Rock Hudson y Jean Simmons en los papeles principales.
 
(3) "Alexander's Ragtime Band" (interpretada en el film por Alice Faye)/"Ragtime Violin" (Jane Jones, Otto Fries y Mel Kalish)/"That International Rag" (Alice Faye)/"Everybody's Doin' It" (Wally Vernon, Dixie Dunbar y Alice Faye)/"Now It Can Be Told" (Alice Faye y Don Ameche)/"This Is The Life" (Alice Faye; bailado por Wally Vernon)/"When the Midnight Choo-Choo Leaves for Alabam" (Alice Faye)/"For Your Country and My Country" (Donald Douglas)/"I Can Always Find a Little Sunshine at the YMCA" (The King's Men)/"Oh, How I Hate to Get Up in the Morning" (Jack Haley, Ethel Merman y el Coro del Ejército)/"We're On Our Way to France" (Versión Coral)/ "Say It With Music" (Ethel Merman)/"A Pretty Girl Is Like a Melody" (Ethel Merman)/ "Blue Skies" (Alice Faye y Ethel Merman)/"Pack Up Your Sins and Go to the Devil" (Ethel Merman)/"What'll I Do" (Versión Coral)/"My Walking Stick" (Ethel Merman)/ "Remember" (Alice Faye)/"Marie" (Versión Coral)/"Easter Parade" (Don Ameche)/ "Heat Wave" (Alice Faye y Ethel Merman)/"Marching Along With Time" (Ethel Merman)
(4) Hubo otros films con igual título basados en la popular canción de Berlin. El primero de ellos fue realizado en 1926 y se trató de un dibujo animado dirigido por Dave Fleischer. El otro fue filmado en 1931 y fue otra animación firmada por Fleischer; como voz solista fue utilizada la cantante Dora Stroeva para interpretar, obviamente, la canción del título.

jueves, 15 de septiembre de 2011

MUERE CLIFF ROBERTSON

Ha habido un Cliff Robertson diferente para cada generación gracias a su medio siglo de carrera. Los mayores aún recordarán su debut en Picnic en 1955. Otros verán su rostro y rememorarán cómo encarnó al teniente John Fitzgerald Kennedy en 1963 en Patrullero PT 109 -le escogió el mismísimo JFK para el papel-. Los cinéfilos alabarán su papel protagonista en Charly, con el que ganó el Oscar, en la que encarnó a un hombre con el coeficiente intelectual de un niño de 5 años al que un experimento le convierte en genio... antes de sufrir un inexorable y doloroso descenso a su estado mental inicial. Los más jóvenes tendrán aún presente su aparición en los tres Spiderman del siglo XXI, donde encarnó a Ben Parker, el tío de Peter, al que le dedicó el famoso discurso de "todo poder conlleva una gran responsabilidad". El sábado ya solo queda un Robertson, el del cine, porque el de carne y hueso falleció en su casa de Water Mill (Nueva York) a los 88 años.

Clifford Parker Robertson III nació el 9 de septiembre de 1923 -ha fallecido al día siguiente de su cumpleaños- en Los Ángeles (California). Sus padres se divorciaron cuando él tenía un año y su madre se murió justo después: su abuela materna y una tía se hicieron cargo de su crianza y Robertson nunca se sintió cómodo en compañía de su padre. En el instituto descubrió el placer de la actuación y comenzó a participar en obras escolares, aunque también le motivaba que los ensayos le permitían saltarse otras clases. Sin embargo, en la Universidad -fue al Antioch College en Ohio- le atrajo más la posibilidad de convertirse en periodista radiofónico (trabajó en una radio y en un periódico local), antes de que el decano de su facultad le empujara a volver a la actuación.

En Nueva York entró en el Actors Studio, y su talento, su imponente presencia y su voz le hicieron conseguir pronto papeles. En teatro su aparición en un montaje de Mr. Roberts (1950) hizo que Broadway le abriera sus puertas. Como muchos intérpretes de su generación, Robertson actuó en diversos programas de televisión, antes de que le llegará su gran oportunidad (llegó a ganar un Emmy en 1966). Cuando trabajó en la obra The Wisteria trees, de Joshua Logan, el mismo Logan intuyó sus posibilidades y le contrató para Picnic, su bautismo en el celuloide, una carrera de la que nunca estuvo enormemente orgulloso: "Nadie ha hecho más filmes mediocres que yo", contaba en 1972 a The New York Times. Además, Robertson fue muy crítico con la industria cinematográfica, lo que no le hizo ganar muchos puntos en Hollywood.
Durante estos 50 años su nombre ha aparecido en todo tipo de películas: Hojas de otoño (1956), Patrullero PT 109 (1963) -en la que encarnaba a un joven JFK de misión en la II Guerra Mundial-, The best man (1964), Mujeres en Venecia (1967), La brigada del diablo (1968), Comando en el mar de China (1970), Los ases del cielo (1973), Los tres días del cóndor (1975), La batalla de Midway (1976), Fascinación (1976), Star 80 (1983), La fuerza del valor (1991), Un poeta entre reclutas (1993), 2013: rescate en L. A. (1996) y los tres Spiderman de Sam Raimi. Por supuesto, todas estas actuaciones las combinó con televisión y por eso trabajó en series como Falcon Crest o Batman. 
Para Robertson, como para los críticos, su mejor papel fue el de Charly, un guion que él mismo reescribió con talento; por eso le dolió que su debut como director en J. W. Coop (1971), con otro guion reescrito por él, fuera un fracaso. Hombre de férreas convicciones, durante 10 años fue el portavoz de AT&T, hasta que un día rehusó hablar en una junta de accionistas en mitad de una huelga de trabajadores de la empresa. Esos ideales le hicieron rechazar películas como Harry, el sucio, que le hubieran hecho más popular, pero seguramente menos feliz.
Fuente: El País

martes, 6 de septiembre de 2011

DIMENSIÓN FANTÁSTICA

Asesino invisible (The car, 1977), de Elliot Silvernstein

Una pareja de jóvenes ciclistas, Suzie y Peter, pedalean alegremente por una solitaria carretera en medio de un desértico paisaje. De pronto, la apacible serenidad del momento se interrumpe súbitamente ante la presencia de un misterioso automóvil que emerge de entre la oscuridad de un túnel a toda velocidad para aniquilar a la desdichada pareja. Durante la cacería, un oportuno plano del interior del vehículo resuelve algo el misterio: ¡Nadie lo conduce! Esta es la secuencia inicial de Asesino invisible. Antes, una frase de Anton Lavey (fundador de la iglesia satanista) prologa el film: “Oh magníficos hermanos de la noche que cabalgáis sobre los ardientes vientos del infierno, que habitáis en la morada del diablo, moveos y apareced”. Toda una declaración de intenciones, en tanto el coche en cuestión(1) es la encarnación (motorizada) del Mal, así con mayúsculas. El mismísimo Lucifer…

The car, conciso y directo título original, denota la influencia evidente de El Diablo sobre ruedas (1971), pero también de otro título de Spielberg: Tiburón (1976), situando la película en un oportunista, para que negarlo, cruce entre ambas. Las implicaciones metafóricas vuelven a remitirnos con elocuencia al primer largometraje del “rey midas”: el coche como símbolo de progreso y modernidad, pero igualmente como representación de una amenaza; lujo consumista, tecnología alienante, deshumanización del ciudadano. No es casualidad que la acción se desarrolle en un pequeño y pacífico pueblo norteamericano de idílica visión, en un paraje que evoca claramente a los tiempos del Oeste (el film se rodó en el desierto de Utah), un entorno “puro”, “incontaminado”, ahora ultrajado por la aparición de esa máquina demoniaca, cuyos ataques vienen precedidos por un fuerte viento y acompañados del sonido de su claxon, a modo de diabólica carcajada. Tales conceptos ya habían sido tratados, quizás de un modo menos obvio, por el director Elliot Silverstein en sus anteriores La ingenua explosiva (1965) y Un hombre llamado caballo (1970), probablemente el western pro-indio más célebre de la década. Silverstein demuestra un poderoso sentido de lo visual, de la planificación, del encuadre, del montaje. Resulta notable como visualiza las embestidas del auto, insertando planos subjetivos del interior del mismo a través de un filtro rojo, haciendo un uso revelador del plano/contraplano, proponiendo una aproximación estratégica entre el coche y su víctima, ambos personajes a un mismo nivel de representación. El director sabe sacarle partido al paisaje en el que transcurre la acción y refuerza con habilidad el impacto escénico de las secuencias de tensión mediante acertados movimientos de cámara y puesta en escena. Meritorio trabajo, pues no nos engañemos: el material de partida es pura serie B. El guión firmado a tres bandas por Michael Butler, Dennis Shryack y Lane Slate responde al interés de la Universal en satisfacer la moda del momento y explotar argumentos de probada eficacia (en taquilla), de modo que en ocasiones podemos intuir un deliberado alargamiento de las escenas -dentro de lo esquemático de la trama- con el propósito de alcanzar un metraje adecuado.


Con todo, hay secuencias magníficas como el ataque  a los niños en el desfile (imposible no acordarse de Los pájaros de Hitchcock), con esos poderosos travellings laterales del coche, el uso de la grúa y los primerísimos primeros planos de los rostros aterrorizados. También el asesinato de Lauren (Kathleen Lloyd), arrollada por el coche, que entra por la ventana de su casa -situada al fondo del encuadre- mientras habla por teléfono; o el enfrentamiento entre el sheriff Wade (James Brolin) y el extraño auto dentro de su propio garaje, una trampa mortal que devendrá en sádico juego por parte del segundo.

Asesino invisible es hija de su época, pero ha aguantado con nota el paso del tiempo. Es una película disfrutable, con una puesta en escena imaginativa y sumamente eficaz, de poderosas imágenes y lograda atmósfera, gracias a la loable mano del realizador y la excelente fotografía de Gerald Hirschfeld. La banda sonora es obra de Leonard Rosenman, quien se sirve de la música de “las campanas de la muerte” del último movimiento de “la sinfonía fantástica” del francés Héctor Berlioz (la misma que Stanley Kubrick  utilizó en La naranja mecánica y El resplandor) para crear un efecto inquietante como perfecto complemento al tratamiento visual del film, verdadera fuerza de este producto con limitaciones, pero curioso y entretenido que, aún hoy, conserva un nada desdeñable poder de fascinación.
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(1) El extraño coche negro es un Lincoln Continental Mark III de 1971, convenientemente adaptado/personalizado por el famoso diseñador George Barris, quien también diseñó el “Munster Koach” de The Munsters y el “Batmóvil” de la serie de TV Batman, de 1966.

 Harmonica

viernes, 19 de agosto de 2011

LAMÁQUINA DEL TIEMPO por Harmonica

Hay que matar a B (1973), de José Luis Borau
Sus dos primeras películas fueron el western Brandy (1963) y el policiaco El crimen de doble filo (1964). Eran sendos encargos, pero testimoniaban la admiración que sentía por los modelos genéricos del cine clásico norteamericano. A pesar de todo, José Luis Borau tuvo que esperar hasta 1973 para rodar su siguiente film. Se había dado cuenta de que las libertades artísticas precisaban de una mayor independencia económica y con este propósito, en 1967, siendo profesor de la Escuela Oficial de Cinematografía, fundó su propia productora, El imán, con la que financiaría proyectos como Un, dos, tres…, al escondite inglés (1969), ópera prima de Iván Zulueta; Mi querida señorita (en la que, además, interviene como actor, sin acreditar, en el papel de un médico y escribe el guión junto al director Jaime de Armiñan); Camada negra (1977), de Manuel Gutiérrez Aragón; o El monosabio (1978), de Ray Rivas.
Hay que matar a B fue un proyecto de larga gestación. El guión había sido escrito en 1966 por el propio Borau, Antonio Drove y Ángel Fernández Santos, aunque este último declinó figurar en los créditos al considerar que su aportación había sido mínima. Lo ambicioso del producto se concretó aún más cuando se decidió rodarlo en inglés y con un reparto internacional. El norteamericano Darren McGavin (1922-2006) incorporó al protagonista Pal KovaK. McGavin se encontraba en un gran momento, quizás el mejor en toda su carrera. Venía de rodar el exitoso (tele)film de Dan Curtis The Night Stalker, que a continuación se reciclaría en serie de TV convirtiendo al actor en figura de culto gracias a su papel de Carl Kolchak, un singular detective de lo sobrenatural.
La película empieza con el plano de unas manos que rebuscan en un archivo hasta dar con la ficha de Kovac. Éste es un tipo solitario e individualista, un expatriado de origen húngaro que vive en un indeterminado país sudamericano y permanece ajeno al caos imperante en el lugar. Tanto es así, que al principio del film le vemos ejercer de esquirol ante la indignación de sus compañeros, que secundan una huelga como complemento de agitación a las continuas manifestaciones que recorren todo el país para exigir la vuelta del exilio de un dirigente político al que conoceremos por el sobrenombre de “B”, tal como lo identifica la policía local. Estas características que particularizan la actitud y situación de Kovac le convertirán en el hombre perfecto para los servicios secretos que no dudaran en utilizarle para alcanzar sus fines: matar a “B”. Así, urdirán un plan que aboque a Kovac a un callejón sin salida utilizando para ello dos “cebos”: el primero es un pintoresco detective privado (aún sin licencia, pero el día menos pensado se la darán) que se hace llamar Héctor Alavisso (con dos eses). El segundo es una bella mujer, una rubia sensacional, supuesta esposa de un poderoso y respetable financiero, y que responde al nombre de Susana. Alavisso fue interpretado por el genial actor y director(1) Burgess Meredith que, a pesar de su dilatada carrera y de colaborar con realizadores como Preminger, Milestone, Mankiewicz o Renoir, el gran público le reconocerá siempre por su papel de Mickey, el entrenador de Sylvester Stallone en la saga Rocky. De muy diferente perfil resultaba la actriz que dio vida a la enigmática Susana. Se trató de la francesa Stephane Audran, musa del cineasta Claude Chabrol, con el que ya había trabajado en más de una decena de películas. Aunque limitada intérprete, supo aprovechar su fría belleza para convertirse en una actriz de lo más sugerente y demandada en aquella época. De hecho, venía de rodar a las órdenes de Buñuel su oscarizada El discreto encanto de la burguesía.
En el reparto también hay un hueco para otra figura de la escena norteamericana, una otoñal y muy creíble Patricia Neal. Y el elenco se completa, redondeando la solidez interpretativa del film, con los españoles Luis Prendes, Pedro del Corral y María Cristina Heredia, ésta ultima como la pequeña Luci.
Hay que matar a B es un buen thriller político, una de aquellas parábolas tan en boga en los años setenta en Europa, época privilegiada para el “género”, muy en la línea de lo practicado por el franco-griego Costa Gavras, uno de sus máximos representantes, que, precisamente, ese mismo año, 1973, estrenaba una de sus mejores obras: Estado de sitio, en torno al secuestro de Dan Mitrione (Ives Montand), agente especializado en tortura de la CIA. En España, el tardofranquismo estimuló un cierto cine de oposición, impulsado por productores como el propio Luis Megino (al frente del título que nos ocupa) o, sobre todo, el infatigable Elías Querejeta. Este cine, por razones obvias, iba más dirigido hacía la velada crítica de las, digamos, costumbres socialmente aceptadas que hacía una reflexión crítica de la realidad política del momento, ésta forzosamente representada mediante sutiles aproximaciones de índole metafórica.
Aún por entonces, el aparato censor del régimen operaba a pleno rendimiento estrechando con vehemencia todo margen expresivo. Basta recordar en este sentido algunos ejemplos particularmente relevantes como la prohibición total de Liberxina 90 o Canciones para después de una guerra, el bloqueo a La prima Angélica o el inexorable exilio francés de Berlanga para poder rodar su Tamaño natural. Por supuesto que la cinta de Borau se topó con la censura. La obra quedó desvirtuada desde el momento en el que se obligó a cambiar la nacionalidad del personaje principal, originariamente vasca. Borau recordaba: “La historia trataba de unos vascos que estaban en el cono sur y uno de ellos quería volver a España a toda costa.”Cristalizada de esa forma la presión censora, el contenido de la película estuvo a merced de otro tipo de interpretaciones que apuntaban en distinta dirección, mucho más condescendientes, resumidas en la vaga descripción de un ciudadano constreñido por un Estado que opera en secreto. Vocacionalmente, la historia aspiraba a crear conciencia política en los españoles, generalmente domesticados tras más de tres décadas de férrea dictadura. “El blanco de la crítica del film -explicó el (co)guionista Antonio Drove- es el aventurero que protagoniza Tierras lejanas o Praderas sin ley…” La llamada a la acción colectiva en una sociedad adormecida que se movía bajo la pesada tutela de curas y militares, ajena a las voces del exterior, y demasiado satisfecha de sí misma.

Coproducida con Suiza a través de la compañía Taurean Films; rodada, no sin incidencias y complicaciones, en Madrid y Vigo; fotografiada por Luis Cuadrado, musicalizada por José Nieto (saxo a cargo de Pedro Iturralde), y dirigida con un estilo seco y escueto - quizás un tanto frio y desapasionado-, sin efectismos ni excesos; Hay que matar a B, aunque fácilmente adscribible a esa corriente cinematográfica -antes apuntada- dada dentro de nuestras fronteras, deviene en título parcialmente insólito en el panorama del cine español de su tiempo, triunfando allí donde otros -muchos- habían naufragado. Referencia ineludible, pues, al convertir la ambición en virtud. Pero ni el notable trabajo de planificación y montaje, ni la satisfactoria implementación de dispositivos simbólicos, ni el equilibrado desarrollo narrativo, ni tan siquiera la factura internacional del producto(2) parecieron ser suficientes para asegurar un buen rendimiento en las taquillas. En efecto, la película no tuvo la acogida esperada, si bien, cabe comentar aquí que, entre otras cosas, esto fue debido a la pésima distribución que le dispensó la Paramount Film Española: en Barcelona se estrenó coincidiendo con el Mundial de fútbol y en Madrid no apareció hasta ¡dos años después!, allá por Junio de 1975(3) cuando a punto estaba de estrenarse la siguiente película de su director: Furtivos.


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(1) Meredith llegó a dirigir dos películas: El hombre de la torre Eiffel en 1949, y The yin and the Young of Mr. Go en 1970.
(2) Los críticos hablaron de la buena factura de la película. Borau se molestó profundamente al leer una reseña del crítico Alfonso Sánchez que desestimaba la “españolidad” de la película argumentando que era un poco mimética del cine norteamericano.
*La película se hizo acreedora de tres premios del Círculo de Escritores Cinematográficos: Mejor Película, Mejor Director y Mejor Ambientación.
(3) Eso explica el error generalizado a la hora de fechar la cinta (la propia imdb es un ejemplo).

jueves, 18 de agosto de 2011

RONDA DE BREVES...

Pandorum (Christian Alvart, 2009)

El argumento de Pandorum nos sitúa en el año 2174. La Tierra está superpoblada y los recursos naturales se extinguen. Solo hay un modo de evitar el fin de la raza humana: construir una gigantesca nave, la Eliseo, y enviarla a un planeta deshabitado llamado Tanis. 60.000 voluntarios seleccionados viajarán hibernados en la nave hacía ese recóndito lugar, cuyas condiciones de vida son idénticas a las de la Tierra. Coproducida por el realizador Paul W. Anderson, Pandorum es una discreta y convencional película que mezcla aceptablemente la ciencia ficción, la aventura y el terror mediante una insaciable política referencial que incluye títulos como Alien, el octavo pasajero; Horizonte final (del propio Anderson) o The Descent, de Neil Marshall. Potente en el apartado visual, climática y (demasiado) oscura, se beneficia de un portentoso diseño de producción, así como de unos estupendos efectos especiales de maquillaje responsabilidad de The Stan Winston Studio. Lástima que el director alemán Christian Alvart, quien debutó en Hollywood con la también rutinaria y mil veces vista Expediente 39 (2007), se dedique a imprimir una estética muy de videojuego empleando una mareante puesta en escena (sobre todo para las escenas de acción), en aras, supongo, de vitaminizar una historia no demasiado convincente y confusa que alcanza sus momentos más bajos en lo relativo a los problemas psicológicos que afectan al teniente Payton (Dennis Quaid). En todo caso, su falta de pretensiones y lo aterrador y grotesco del diseño de las criaturas mutantes redimen un tanto el resultado final de la película, pudiendo complacer, en el mejor de los casos, a un atento y digno visionado.


NEDS (Peter Mullan, 2010)

Melodrama duro y realista, Neds (No Educados y Delincuentes) es la tercera cinta como director del estupendo actor escocés Peter Mullan tras la estimable Huérfanos (1997) y la muy notable Las hermanas de la Magdalena (2002). La acción de la película acontece en la ciudad de Glasgow en 1973 y narra la historia del joven John McGill, un chico humilde, sensible e inteligente que será víctima de un entorno desolador. Su padre es un tipo violento, sumido en el alcoholismo, mientras que su hermano mayor, Benny, dedicado a la delincuencia, supone una influencia del todo negativa. La película reivindica no solo la necesidad de una educación dentro del núcleo familiar, sino de igual manera, la calidad educativa del sistema institucional como arma de progreso y salvaguarda generacional. La ausencia de ambos preceptos impone una realidad que absorbe al personaje y lo aboca inexorablemente a la violencia. De esta manera, McGill decidirá seguir los pasos de su hermano y dejarse llevar por la corriente de rabia y destrucción que inunda su contexto inmediato y que ahoga cualquier atisbo de esperanza. Quizás sea ese cambio tan radical en la conducta del joven, al menos en su explicación/justificación, lo más criticado del film, al resultar poco creíble. No obstante, en mi opinión, este punto puede ser discutible y referir a un hecho muy menor en relación a un conjunto equilibrado y bien estructurado narrativamente. La imágenes tienen fuerza, y las situaciones, llenas de violencia tanto física como moral, están magníficamente retratadas por Mullan, haciendo partícipe al espectador, implicándolo. Aunando compromiso y entretenimiento, Neds es pura crónica social en la mejor línea del (sub)género.
La película ganó la Concha de Oro en el pasado Festival de San Sebastián. Connor McCarron, el protagonista, se alzo con el premio a la mejor interpretación masculina.


Truco o trato: Terror en Halloween (Trick 'r Treat, Michael Dougherty, 2007)

A pesar de haber sido aplaudida con unanimidad en cada uno de los festivales de cine fantástico en los que se programó, Truco o trato se estrenó entre nosotros directamente en DVD. La película cuenta varias historias -narradas con un delicioso aroma clásico- que se superponen entre sí, que avanzan hacia delante y hacia atrás, pero siempre en un único marco espacio-temporal: la Noche de Halloween de un pequeño pueblo norteamericano. Este planteamiento resulta todo un triunfo gracias a la trabajada estructura argumental que enriquece el guión de Michael Dougherty, aquí también -y por primera vez- director. Dougherty, que se presenta bajo el auspicio del ínclito Bryan Singer, revela un dominio sorprendente de la puesta en escena y una gran capacidad para crear atmósferas, apoyándose, eso sí, en la impresionante fotografía de Glen MacPherson y en el soberbio diseño de producción a cargo de Mark S. Freeborn. Los actores Anna Paquin, Brian Cox y Dylan Baker figuran entre el reparto de estos cuatro relatos, estupendo maridaje entre el terror y ese humor ácido, irónico y negrísimo que redondea el resultado final. Vampirismo, licantropía, asesinatos, espíritus… Una gozada para el aficionado al género.

Harmonica

jueves, 16 de junio de 2011

TV MOVIES por Harmonica

La tercera víctima (Mousey, 1974), de Daniel Petrie
Hace poco tiempo tuve la oportunidad de visionar esta película. No la conocía. El azar dispuso la ocasión en una de esas inexorables jornadas de buscada evasión frente al televisor. Desprovisto de cualquier sentido de la orientación más o menos crítica, imbuido en un estado de auto-complacencia, topé, literalmente, con los créditos iniciales de este film, y el nombre de Kirk Douglas apareció. Era suficiente. Lo primero que llamó mi atención fue ese formato cuadrado, académico, de cuatro tercios, que delimitaban las imágenes. Podría constituir el enésimo atentado cinematográfico, ergo típico en su ejecución, mutilación mediante,…ya me entendéis. Empero advertí un cierto sentido de la armonía en cuanto a la disposición de los encuadres, en cuanto a la estructura composicional, lo que alentó el interés en otorgar carta de naturaleza a mi -fundamentada- intuición. La búsqueda fue reveladora. En efecto, La tercera víctima fue realizada para la televisión, en concreto para la cadena norteamericana ABC.
Si nos acercamos a la biografía de Kirk Douglas descubriremos como el actor aplazó todo lo posible trabajar para el medio catódico. Al fin y al cabo, asumir proyectos televisivos suponía retroceder en su prestigio profesional. En todo caso, quien diera vida a Espartaco en aquella maravillosa película de Kubrick habría de asimilar que, a mediados de los setenta, su “estrella” ya había comenzado a apagarse ensombrecida por el lógico recambio generacional que imponían los nuevos tiempos. Lo cierto es que Douglas se había estrenado en la pequeña pantalla un año antes, en 1973, con la versión musical del clásico de Robert Louis Stevenson Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Dirigido por David Winters, este telefilm estrenado a principios de aquel año por la NBC, no obtuvo el beneplácito de los espectadores y vino a prolongar el escaso interés del público por los últimos títulos protagonizados por el astro. El más reciente, Pata de palo, otra incursión en la obra de Stevenson (aquí a razón de su mítica “La isla del tesoro”), había supuesto el debut de Douglas en la dirección. La tercera víctima significó, quizás, una obligada concesión por su parte.
 La película presenta a Douglas en el papel de un profesor de biología llamado George Anderson, un tipo apocado y gris y aparentemente apacible al que apodan “ratoncito”, un sobrenombre que detesta. Al separarse, en contra de su deseo, de su mujer Laura (Jean Seberg), tiene que resignarse a hacer lo propio con Simon, un niño nacido fruto de una relación que Laura mantuvo anterior a su matrimonio con George. Éste está decidido a que el chico mantenga su apellido, pero Laura, quien está a punto de casarse con el arquitecto David Richardson (John Vernon), se niega rotundamente. George no aceptará la negativa y, llevado por el odio y el resentimiento, trazará un obsesivo plan de venganza para conseguir su objetivo.

Este irregular ejercicio de suspense alcanza efectiva entidad únicamente en virtud de la inapelable prestación acometida por un Douglas sencillamente perfecto. El actor, omnipresente en la narración, proyecta de forma brillante la progresiva dimensión psicológica de su personaje, y lo hace de manera sutil, sin excesos, muy acertado, además, en el apartado recitativo.
Impelido a olvidar a Simon -al que procura furtivas miradas desde la distancia-, y supervisado por un detective contratado por Richardson para controlar su preocupante indocilidad, George Anderson asume la necesidad de dar un paso adelante, de afrontar un reto como respuesta (fatal) a sus frustraciones, que impone su quebrada mente ante una situación que le perturba. Tras despistar al tipo que le vigila constantemente, acude a una cabina telefónica y llama a la policía para advertirles que antes de la medianoche va a matar a alguien. Anderson encuentra a ese alguien en una lavandería. Es una mujer joven que, casualidades de la vida (y del guión de John Peacock), no tiene reparos en invitar a su casa a un desconocido con la excusa de cambiar el vendaje que cubre su mano izquierda, herida al romper el cristal de una puerta. Una vez allí, Anderson rebela al espectador el significado de su apodo “ratoncito”: `Porque soy apocado, indeciso, nunca hago lo que decido hacer´, le explica a la mujer, para a continuación sentenciar(la): `Esta noche, gracias a ti, voy a hacer lo que he decidido´… Y con pasmosa frialdad amanera una cuchilla y lanza el brazo para efectuar el corte, abriéndole el cuello. La mujer avanza moribunda, desangrándose por el pasillo hasta caer al suelo. Al fondo del plano emerge, imperturbable, el rostro del ahora asesino George Anderson. Así ha cumplido con la primera de las tres víctimas que reza el título español.
La eficacia de este personaje (quizás el único reclamo verdaderamente válido del film), no viene solo determinada por el trato (p)referente (la película es toda suya), ni por la ya alabada labor de su intérprete, sino que responde también a la coherente atmósfera -visual- en la que se envuelven sus acciones: opresiva, gélida, sucia y decadente. Lo que evidencia el hecho de haber rodado la gran mayoría de la película en Londres, y haber confiado en la fotografía del británico Jack Hildyard (1908-1990), operador poco conocido pero de importante currículum a sus espaldas: El puente sobre el río Kwai (David Lean, 1957), De repente el último verano (Joseph L. Mankiewicz, 1959), 55 días en Pekín (Nicholas Ray, 1963)… Respecto a la apuesta en la planificación, la película no va más allá de la correcta funcionalidad en la que se mueve la dirección de Daniel Petrie, realizador de cuya filmografía parece fácil destacar un título: Distrito apache: El Bronx, aquel drama policial protagonizado por Paul Newman en 1981.

En conjunto, La tercera víctima resulta poca creativa, pálida en cuanto a la profundidad analítica del relato, simplemente conformista con la sobresaliente presencia del personaje principal (y con el actor que le da vida). En verdad, no logra alcanzar verdadera consistencia dramática en ningún tramo de su metraje. Pero, pese a todo, la intriga funciona aceptablemente y nos permite seguir el desarrollo de la cinta con cierto interés. Así es, en definitiva, este producto televisivo: competente más que inspirado.