lunes, 27 de diciembre de 2010

ZONA WESTERN por Harmonica

El hombre de las pistolas de oro (Warlock, 1959) de Edward Dmytryk
Gran parte de la obra del director norteamericano Edward Dmytryk (1908-1999) quedó condicionada por su inclusión en las listas negras del senador McCarthy en 1947, convirtiéndose en uno de los “Diez de Hollywood”. Dmytryk debe emigrar a Reino Unido donde rueda tres películas. A su vuelta a EE.UU. cumple seis meses de prisión y termina retractándose de su primera posición ante la comisión el 25 de Abril de 1951 dando una lista de 29 conocidos comunistas que trabajan en el cine, entre ellos, los directores John Berry y Jules Dassin, y su amigo, guionista y productor Adrian Scott. Desde entonces, en la figura del cineasta pesará el estigma y la polémica. Será denostado (y detestado) por gran parte de la profesión (y afición).
Al contrario de lo que manifiestan muchos de los historiadores y críticos cinematográficos, no pienso (particularmente) que tras éste terrible suceso (sin duda, una de las páginas más oscuras de la historia política reciente del país americano) la filmografía del realizador de Encrucijada de odios se perdiera en obras menores o muy menores. De hecho, la segunda película que dirige tras su vuelta a EE.UU. es una producción del independiente Stanley Kramer titulada The sniper (1952), acaso el mejor trabajo de toda su carrera. Aplicación distintiva (o distinguida) a El hombre de las pistolas de oro, obra sólida y título a reivindicar, superior a su primer western, la “shakesperiana” Lanza rota (1954), curiosamente uno de sus títulos más aplaudidos. Dar cuenta, además, de sus dos últimas incursiones en el género, Álvarez Kelly (1966) y Shalako (1968), estas sí, obras menores (o muy menores).
El hombre de las pistolas de oro está basada en la novela de Oakley Hall, Warlock, publicada en 1958 por Viking Press (este mismo año, al fin, ha sido publicada en castellano por la editorial Galaxia Gutenberg). Era la primera del autor referida al Oeste y fue finalista del premio Pulitzer. Hall se inspiró en las figuras de Wyatt Earp y Doc Holliday, así como en la antigua existencia de defensores de la ley, que pese a su corrupción personal, contribuyeron al progreso de la civilización en aquellos territorios.
A priori, la trama de la película está sujeta a las más convencionales coordenadas del género: Warlock es una pequeña y polvorienta ciudad que se dedica a la cría de ganado y que está dominada por una banda de rufianes. Después de numerosos asesinatos, los ciudadanos eligen a Clay Blaisdell (Henry Fonda), como sheriff de la ciudad. Clay es un pistolero profesional que siempre viaja con un matón llamado Tom Morgan (Anthony Quinn). Además, Johnny Gannon (Richard Widmark) que fue hasta hace poco tiempo miembro de la malvada banda, ha sido nombrado sheriff adjunto. Jessie Marlow (Dolores Michaels) se enamorará de Clay que pronto comenzará a hacer limpieza en la ciudad enfrentándose al líder de la banda de pistoleros Abe McQuown (Tom Drake). Pero tras ésta aparente sencillez argumental, Dymitrik soterra una velada crítica a la citada “caza de brujas” de la que, como he apuntado, el mismo fue víctima. Hay, pues, que inferir en el trasfondo, detrás de lo obvio, para descubrir un film que escarba mucho más hondo que la mayoría de películas de este género. El guión de Robert Alan Arthur está lleno de connotaciones sutiles. Los personajes son voluntariamente ambiguos, condición ésta última, extensible al ámbito dicotómico, eminentemente moralista, entre el bien y el mal. Clay Blaisdell es un hombre de raza, autoritario, individualista y heroico, pero su turbulento pasado le impone una continua y lacerante reflexión que le llena de remordimientos por una vida desperdiciada. Blaysdell sabe que sus días están contados, que la inevitabilidad de la ley establecida acabará por arrinconarle y así, en un final insólitamente coherente, desprovisto de todo arraigo, renunciará al uso de sus flamantes pistolas de oro. Simplemente se marchará, porque, aunque la cercanía de una sociedad estructuralmente civilizada imponga el inexorable ocaso de los viejos pistoleros, siempre encontrará algún pueblo de temerosos habitantes que requieran de su régimen corrupto, de su falsa legalidad.
Johny Gannon terminará representando la verdadera ley cuando, desencantado con la banda liderada por McQuown, decida abandonarla, quedarse en Warlock y ser nombrado sheriff adjunto, un puesto paralelo al de Fonda/Clay. Por su parte, Tom Morgan (gran Anthony Quinn), uno de los personajes más interesantes, amigo y socio, fiel e inseparable, de Blaysdell, se volverá (radicalmente) conflictivo cuando se sienta “suplantado” sentimentalmente/¿sexualmente? por Jessie (enamorada de Clay) y profesionalmente/amistosamente por Ganonn.
Rodada Parcialmente en Utah, se utilizaron pocos de sus grandiosos paisajes y se prefirió centrar la acción dentro los confines del pequeño pueblo. Dmytryk dota a cada secuencia de una notable turgencia dramática, de un elevado sentido trágico, y acierta, particularmente, en el uso del formato panorámico.
El hombre de las pistolas de oro es, en definitiva, una película “adulta”, un film apasionante, un impresionante western psicológico. Imprescindible. Por cierto, el director Sergio Leone la incluyó entre sus tres películas del Oeste favoritas, las otras dos restantes eran Pasión de los fuertes (John Ford, 1946) y Winchester 73 (Anthony Mann, 1950). Queda dicho.

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