viernes, 20 de mayo de 2011

LA MÁQUINA DEL TIEMPO por Harmonica

El coleccionista (The collector, 1965), de William Wyler
De un modo u otro me resulta fútil hablar de premios o distinciones, es verdad. La historia del Cine nos ha legado (y lo seguirá haciendo) multitud de nombres y obras admirables que han sido ignorados por aquellos que deciden que merece ser premiado y que no lo merece. Mecanismo harto subjetivo como no podía ser de otra manera. Sin embargo, el caso del director William Wyler, que por cierto, no era estadounidense sino europeo, profesa admiración y asombro por el simple hecho de la magnitud de la cifra, atentos: 3 Oscar a la mejor película; 3 Oscar al mejor director (de un record de 12 nominaciones); 38 galardones sobre 127 candidaturas; la película más premiada de la historia con 11 Oscar (honor compartido, si, pero con matices).
Parece darse por seguro que tras el multioscarizado film protagonizado por Charlton Heston (que salvó a la MGM de la quiebra), la carrera de Wyler inició finalmente su declive. No obstante, yo siempre hago una excepción en esa tan criticada fase final que fueron los sesenta, y esa es, claro está, El coleccionista.
Después de dirigir Ben-hur, el director rodó La Calumnia (1961), film que abre decididamente la caja de los truenos. Las reacciones son de todo tipo y se empieza a decir en voz alta que William Wyler está acabado. La excesiva blandura con la que el realizador trata el lesbianismo en la película concita una sólida corriente crítica que no duda en achacarle una cierta incapacidad para seguir el ritmo de los tiempos. Aunque para ser justos, esta afirmación podría fácilmente extenderse a gran parte de la producción hollywoodiense de la época, en la que sus propuestas se antojan anquilosadas y sometidas. La industria está todavía lamiéndose las heridas provocadas por la infame Caza de brujas, sin olvidar el riguroso sistema de censura promovido por el llamado Código Hays en 1927 que no sería sustituido hasta ¡1968! El empuje de los nuevos cines europeos, en especial de la Nouvelle Vague francesa ya había llegado a América. Los planteamientos del cine clásico manejados por los viejos maestros comienzan a cuestionarse. Wyler no era una excepción.
Darryl F. Zanuck, presidente de la Fox, convenció al director para que dirigiera Sonrisas y lágrimas. Wyler no sentía demasiado interés por ese proyecto, pero lo aceptó al permitirle trabajar en un género aún inédito en su carrera: el musical (1). Director y guionista llegaron a visitar posibles localizaciones. Incluso se llegó a seleccionar a Julie Andrews para el papel principal. Fue entonces cuando el máximo responsable de la Columbia, Mike J. Frankovich, le envió un guión que le encantó. Debía elegir ahora entre Sonrisas y lágrimas o apostar por el nuevo guión que había caído en sus manos. Optó por lo segundo.
El coleccionista se basa en una exitosa novela (“The collector”) escrita por John Fowles. La adaptación para el cine fue responsabilidad de los guionistas Stanley Mann y John Kohn. El gran reto era dotar de intensidad a una historia que pivotaba sobre las interacciones visuales y verbales de dos únicos personajes. Wyler explotó con eficacia una situación dramática de tales características como ya lo había hecho anteriormente en dos films de tan acusada base teatral como Brigada 21 (1951) y Horas desesperadas (1955). Una dirección elegante y ausente de efectismos hace mucho por el resultado final. Elegir a los dos actores adecuados era imprescindible. Fue un acierto. Se contrató al británico Terence Stamp para interpretar al psicópata Freddie Clegg. Stamp había deslumbrado en su debut con La fragata infernal (1962), recomendable film de aventuras marinas dirigido por el también actor Peter Ustinov. Para el papel de Miranda Grey, la estudiante de arte que es secuestrada por Clegg, se eligió a una desconocida actriz de 25 años, Samantha Eggar, quien brinda aquí una notabilísima interpretación, un triunfo que no volvería(mos) a celebrar, entre otras cosas, porque su, a priori, prometedora carrera, se desinflaría rápidamente con títulos en su mayoría irrelevantes. Lo cierto es que Eggar fue despedida por el director después de tres semanas de ensayos, pero tras la negativa de Natalie Wood a sustituirla, Wyler tuvo que reincorporarla ante el inminente comienzo del rodaje.

La novedad más notoria de la película respecto al libro de Fowles es que en ésta se explora más a fondo la psique del perturbado psicópata. El tímido, apocado e inseguro Freddie Clegg es un coleccionista de mariposas -el asesino de El silencio de los corderos (1992) cría mariposas- que compra una mansión a las afueras de la ciudad para llevar a cabo un maquiavélico plan: encerrar en ella a una joven que le obsesiona con el propósito de enamorarla. Al final, Miranda se convertirá, simbólicamente, en una mariposa de su colección.
El director de Los mejores años de nuestra vida (1946) potencia el efecto dramático, no solo a través de una minuciosa planificación y la inestimable prestación de sus dos intérpretes, sino también, mediante el uso del color. Si bien el mítico realizador ya había rodado tres producciones en color (sin contar el documental Memphis Belle, 1944) -La gran prueba (1956), Horizontes de grandeza (1958) y Ben-hur (1959)- será aquí cuando este adquiera una función mucho más efectiva y determinante (2).
El coleccionista se presentó en el Festival de Cannes en Mayo de 1965 donde fue muy bien acogida, obteniendo los premios al mejor actor y actriz. Además, ella, junto al guión y la dirección, recibieron nominaciones para los Oscar. Con este admirable film, precursor de los actuales psicothrillers, de trágicas dimensiones temáticas hábilmente representadas, su veterano director volvía a retomar el pulso de los nuevos tiempos y hacía concebir nuevas esperanzas a la crítica más reticente. En todo caso, y aunque William Wyler habría de dirigir tres títulos más (Como robar un millón y…, Funny Girl y No se compra el silencio), El coleccionista fue su última gran obra. Magnífica.

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(1) Finalmente lo haría en 1968 con Funny Girl, biopic de la famosa estrella de Broadway Fanny Brice, interpretada por una debutante Barbra Streisand. Wyler se hizo cargo de este proyecto de la Columbia tras el abandono del director Sidney Lumet.
(2) Wyler llegó a considerar la posibilidad de rodar la película en blanco y negro para darle un mayor realismo. Finalmente y por consejo de su director de fotografía Robert Surtees (Las minas del Rey Salomón, Cautivos del mal, La última película…), hizo pruebas en color y en blanco y negro, y acabó decidiéndose por lo primero.

lunes, 16 de mayo de 2011

DIMENSIÓN FANTÁSTICA

Crimen en la noche (Deathdream, 1974), de Bob Clark
Cuando en 1982 el director de Nueva Orleans Bob Clark (1937-2007) estrenó Porky´s, sus seguidores se sintieron defraudados. Pero, a buen seguro, que éstos no debían de ser muchos, o al menos no los suficientes, pues con aquella comedia gamberra, primera de una trilogía, su director obtuvo el primer éxito de su carrera; y era ya su novena película.
Lo cierto es que Bob Clark dedicó los setenta al cine de terror, incluso uno de sus logros mayores, Asesinato por decreto (1979) -nueva aventura del famoso Sherlock Holmes-, se movía dentro de las fronteras del género. Si en 1972 acometía su debut en el terror de Serie B con el macabro divertimento Los niños no deben jugar con cosas muertas, dos años más tarde haría, en cierta manera, historia en el género, pues con Black Christmas, una modesta pero muy efectiva producción canadiense, creó el primer “slasher” tal y como hoy lo conocemos. Entre ambas películas Clark rodó Crimen en la noche, una curiosa aproximación al mito del zombi que abordaba la dificultad de la reintegración de los veteranos de Vietnam, interés crítico-argumental que presidirá en el discurso articulado por films tan prestigiosos como el elocuente drama de Hall Ashby, El regreso; Nieve que quema, de Karel Reisz, o la oscarizada El cazador, de Michael Cimino. Con Crimen en la noche, su director propuso una sátira sobre la guerra disfrazada de horror movie. De hecho, sería poco realista obviar la poderosa influencia que ejerció el conflicto bélico en la evolución del cine de terror setentero.
El planteamiento de la cinta describe a un veterano desparecido en combate llamado Andy que aparece “vivo” frente a la puerta de su casa como un zombi que se desintegra lentamente. Claro que la alegría inicial por el retorno de quien ya se creía muerto se transformará en inquietud cuando éste comience a comportarse de manera extraña, y su violencia se vaya recrudeciendo de forma proporcional a la presión a la que le somete su entorno social para su “correcta” integración. Andy (un muy convincente Richard Backus) no es el mismo, no habla, no come, está distante, abstraído, se pasa todo el día encerrado en su habitación…Y necesita sangre para seguir “viviendo”. Su padre (John Marley) comienza seriamente a sospechar de su hijo al ver como mata con sus propias manos, estrangulándolo, al perro de su hermana Cathy (Anya Ormsby) delante de unos niños. Su aspecto involucionará hacía la putrefacción (el maquillaje, por cierto, es obra de un debutante Tom Savini) y pasará de inyectarse la sangre de sus víctimas mediante una jeringuilla (1), a atacar -directamente, como un caníbal- a su propia novia Joanne (Jane Daley).

Clark analiza cada secuencia de modo que su contenido y efecto redundan en beneficio del conjunto. La visualización del discurrir de la historia a través de los personajes resulta de notoria eficacia, y junto con la iluminación  -densa, tenebrista, carente de vida- logra potenciar el halo perturbador de su mensaje. Los elementos fantásticos están muy bien resueltos, la planificación es elegante y sobria (el uso del zoom, muy de la época, es tremendamente efectivo), una clara muestra de la eficiencia de un director cuyo talento permite mitigar notablemente las limitaciones de un bajísimo presupuesto. En este sentido hay una secuencia curiosa, aquella en la que Andy ataca al médico del pueblo, el Dr. Philip Allman (Henderson Forsythe) y le dice: “Yo morí por usted. ¿Por qué no iba a devolverme el favor?” Parece una meridiana forma de “traer a la superficie” la crítica política implícita, obviando su carácter plenamente consciente… por si algún espectador no la había advertido. El final del film, con el zombi enterrándose a sí mismo, es toda una declaración de intenciones.

La película fue escrita por Alan Ormsby, que también se hizo cargo de los efectos especiales de maquillaje en colaboración con el ya mítico Tom Savini. Ormsby escribió parte del guión de la citada Los niños no deben jugar con cosas muertas, además de actuar como protagonista en la misma. Por su parte, Clark fue el coproductor de su primera película, Deranged (1974), basada en la historia real del psycho-killer Ed Gein.

Crimen en la noche guarda llamativas concomitancias con el posterior film de George A. Romero Martin. El regreso de los vampiros vivientes (1977), y supone un evidente precedente del telefilm de Joe Dante El ejército de los muertos (2005), para la serie Masters of Horror. El pasado año, John Stalberg dirigió un remake titulado Zero Dark Thirty, en el que la guerra de Vietnam era sustituida por la de Afganistán.
Harmonica
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(1) A comienzos de los 70, fueron muchos los que llegaron de Vietnam traumatizados por la guerra y adictos a la heroína.
 

martes, 3 de mayo de 2011

LA MÁQUINA DEL TIEMPO por Harmonica

F.I.S.T. Símbolo de fuerza (F.I.S.T, 1978), de Norman Jewison

(y III) Asumamos cierta referencia a la hora de analizar el trabajo interpretativo de Sylvester Stallone, pues no resultaría del todo convincente obviar una aportación tan preferencial como Capone. En aquella película el actor dio vida a Frank Nitti, un personaje real, “de época”, ligado al crimen organizado (ni más ni menos que el hombre de confianza del célebre gangster) y (co)protagonista de una escalada al poder. Así, el Frank Nitti de Capone se advierte como un muy plausible precedente/referente directo del inminente Johnny Kovac de FIST, apuntando, evidente, notables diferencias supuesto entre ambos personajes aconteció el fulgurante ingreso del actor en las filas del estrellato cinematográfico con aquel potro italiano también dispuesto, aunque por otros medios, a alcanzar el sueño americano.
Stallone (que por aquellos años aún parecía un actor llamado a hacer cine de calidad), lleva todo el peso de la cinta, y lo cierto es que cumple, pero tampoco lo es menos el acometido de una interpretación a partir de un gesto poco expresivo y un tanto monocorde, algo que le valió no pocas (e injustas) críticas de aquellas voces supuestamente autorizadas, empero, por lo general, no muy desprejuiciadas, que han venido a desestimar su aportación protagónica en función de un análisis condicionado en exceso por el devenir, si bien exitoso poco distinguido, de la carrera del famoso actor.

El mafioso Babe Milano (genial Tony Lo Bianco) hará todo
lo posible para no ser delatado: Belkin no llegará al
estrado...
Pese al carácter omnipresente del personaje protagonista -valídese oportunamente la obligada concesión comercial y probablemente contractual-, el resto del reparto no se descuidó, confiando en nombres de (com)probada valía. Uno de ellos fue el de Tony Lo Bianco, un genial actor italoamericano, uno de esos secundarios robaescenas hoy demasiado olvidado. Lo Bianco interpretó al mafioso Babe Milano, una tipología de villano carismático que ya había incorporado en la película de culto Los asesinos de la luna de miel (Leonard Kastle, 1970); en el oscarizado film de William Friedkin French Connection, contra el imperio de la droga (1971); y en la muy similar Los implacables, patrulla especial (1973), dirigida por Philip D´Antoni, a la sazón productor del citado clásico de Friedkin.
El papel femenino recayó en Mellinda Dillon, una actriz ascendente en vista de sus anteriores intervenciones en títulos de gran representatividad como Esta tierra es mi tierra (Hal Ashby, 1976), El castañazo (George Roy Hill, 1977),  y el gran éxito de Steven Spielberg Encuentros en la tercera fase (1977). Su Anna Zerinkas, una chica humilde de ascendencia lituana que acaba casándose con Kovak, no le supondría ningún esfuerzo interpretativo. Tampoco hizo nada por su carrera. 
 
                                                                                                               
Rod Steiger (a la derecha) es el senador Madison, presidente del Comité Anticorrupción: ¿Cómo hace usted para conseguir esos contratos tan sorprendentemente buenos para sus hombres?
Hace tiempo aprendí una cosa senador, en este país puedes conseguir lo que quieras con un poco de empuje. Responde Kovac ante la atenta miranda de Max Graham (Peter Boyle), presidente nacional del sindicato.
El cast se completó con Rod Steiger en el papel del Senador Madison, presidente del Comité anticorrupción. Una colaboración marcada por el reencuentro con el director Norman Jewison, quien once años antes le había dirigido en El calor de la noche, film en el que Steiger, en la piel del rudo sheriff Bill Gillespie, ganó su primer y único Oscar (galardó n que, en opinión personal, debía habérsele otorgado ya tiempo atrás por su brillante creación de Sol Nazerman en la excelente El prestamista, 1964, de Sidney Lumet). Peter Boyle fue Max Graham, presidente nacional del sindicato. David Huffman como el incorruptible amigo de Kovac, Abe Belkin, y un estupendo Kevin Conway incorporó a Vince Doyle.

Retirada desde 2007, la actriz Mellinda Dillon interpretó a
Anna Zerinkas, una chica humilde de ascendencia lituana
que acaba casándose con Johnny Kovac
La película se abre con diferentes planos de fábricas sobre los que se sobreimpresionan los créditos, oportuna manera de contextualizar época y ámbito de la acción argumental. De fondo, una melodía suave, entonada mediante disonantes golpes sonoros que suben en intensidad, acentúa su compás rítmico, un controlado crescendo que culmina en una evocadora y semi-épica melodía, justo en el momento en el que aparece en pantalla el título del film. Un tema que aúna con fortuna el carácter de compromiso social que subyace en la definición básica del personaje y la historia, y ese halo reivindicativo de poderosa fuerza que asimila (y convierte) su estructura en un verdadero himno sindical. El tema en cuestión es obra del compositor Bill Conti, ese maestro de la fanfarria de superación personal que tan a menudo ha sido ignorado por la industria. Conti, que recién acababa de saborear el éxito por su trabajo en Rocky (por el que será siempre recordado, para bien y para mal), abrazó el encargo de componer la banda sonora para FIST con un enorme entusiasmo: Por un lado le permitía sacudirse ese estigma de compositor ligado a una instrumentación con desviaciones hacia el pop, y por otro lado le iba a conceder la gran oportunidad de crear una partitura netamente sinfónica. El resultado fue un trabajo elegante, un sobrio ejercicio musical en el que no solo destaca el ya referido tema principal, también lo hace el corte “The Big Strike”, es decir, “La Gran Huelga”, una de las grandes secuencias de la película, acompañada por una pieza de notoria potencia orquestal, muy ajustada a las imágenes. En cualquier caso, y pese a tratarse, como he comentado, de un buen trabajo, realmente intachable, Bill Conti explotará en sucesivos años todo su talento sinfónico alcanzando cotas de brillantez en títulos como Baile lento en la Gran Ciudad (John G. Avildsen, 1979), Evasión o victoria (John Houston, 1981), Elegidos para la gloria (Philip Kaufman, 1983), o Masters del Universo (Gary Goddard, 1987).
En FIST, los decorados están tan conseguidos que parecen naturales. Rezuman autenticidad. El elegantísimo diseño de producción fue responsabilidad del británico Richard McDonald (1919-1993), un consumado especialista curtido en la profesión junto al (forzosamente) exiliado Joseph Losey en títulos del prestigio de Eva (1962), El sirviente (1963) o Rey y Patria (1964). Un año antes, en 1977, lograba un trabajo excepcional en un film de tan distinta naturaleza como El exorcista II, El hereje, de John Boorman.
¡Pues yo desprecio a la autoridad, y desprecio a esta audiencia; y desprecio a Milano¡ ¡Y me desprecio a mí mismo¡
Fue en verdad uno de los directores de fotografía más sobresalientes del cine norteamericano de su tiempo. No así venía de colaborar con Martin Scorsese en New York, New York. Me estoy refiriendo al ecléctico y versátil Laszlo Kovacs. La luz de éste operador de origen húngaro -como el protagonista- se estima determinante en la estética de la película. Colores ocres, sepias y rojizos, de tonalidades desaturadas e intenso contraste lumínico en interiores. Textura precisa de una época, de un estado de ánimo.
FIST, Símbolo de fuerza, se estrenó el 26 de Abril de 1978. Antes, el día 13, tuvo lugar una premiere multitudinaria en Los Ángeles (California). La película recibió críticas mayoritariamente positivas, pero no obtuvo el favor del público. Significó una enorme decepción para todo el equipo. Stallone evitó perder tiempo en lamentaciones y ese mismo años dirigió su primera película: Paradise Alley, estrenada en nuestro país con el título de La Cocina del Infierno, una irregular tragicomedia en la que el actor, y ahora también director, incluyó diversos aspectos autobiográficos. Pero pasó con más pena que gloria por las carteleras. Tras dos (relativos) fracasos era el momento de apostar sobre seguro y Sylvester se volvió a subir al ring en Rocky II (1979), una digna y entretenida secuela que también firmó. Por su parte, el realizador Norman Jewison triunfó con Justicia para todos (1979), pasable drama judicial solo animado por la impagable presencia de un sobresaliente Al Pacino.
Sylvester Stallone en la premiere de FIST
el 13 de Abril de 1978 en Los Ángeles
33 años después de su primera proyección en los cines estadounidenses, esta ambiciosa producción ha quedado sepultada en la filmografía de sus principales responsables, así como en la memoria colectiva del cinéfilo. Con todo, y para quien esto suscribe, es una película mucho más interesante de lo que su frecuente desinterés por parte de crítica y público pueden hacer creer. El mayor problema, a la hora de enfrentarse al film, es valorarlo desde la vertiente -desvirtuada- que ofrecen los posteriores trabajos de su estrella. Es evidente que FIST, Símbolo de fuerza, no atesora la suficiente virtud para formar parte de aquel parnaso cinematográfico de obras imprescindibles que nos legó esa fascinante década del cine norteamericano que fueron los setenta, pero este poderoso relato melodramático es notablemente mejor de lo que se ha reconocido hasta ahora, manteniéndose intacta su factura y fuerza a la espera de que nuevas generaciones la redescubran.