La tercera víctima (Mousey, 1974), de Daniel Petrie
Hace poco tiempo tuve la oportunidad de visionar esta película. No la conocía. El azar dispuso la ocasión en una de esas inexorables jornadas de buscada evasión frente al televisor. Desprovisto de cualquier sentido de la orientación más o menos crítica, imbuido en un estado de auto-complacencia, topé, literalmente, con los créditos iniciales de este film, y el nombre de Kirk Douglas apareció. Era suficiente. Lo primero que llamó mi atención fue ese formato cuadrado, académico, de cuatro tercios, que delimitaban las imágenes. Podría constituir el enésimo atentado cinematográfico, ergo típico en su ejecución, mutilación mediante,…ya me entendéis. Empero advertí un cierto sentido de la armonía en cuanto a la disposición de los encuadres, en cuanto a la estructura composicional, lo que alentó el interés en otorgar carta de naturaleza a mi -fundamentada- intuición. La búsqueda fue reveladora. En efecto, La tercera víctima fue realizada para la televisión, en concreto para la cadena norteamericana ABC.
Si nos acercamos a la biografía de Kirk Douglas descubriremos como el actor aplazó todo lo posible trabajar para el medio catódico. Al fin y al cabo, asumir proyectos televisivos suponía retroceder en su prestigio profesional. En todo caso, quien diera vida a Espartaco en aquella maravillosa película de Kubrick habría de asimilar que, a mediados de los setenta, su “estrella” ya había comenzado a apagarse ensombrecida por el lógico recambio generacional que imponían los nuevos tiempos. Lo cierto es que Douglas se había estrenado en la pequeña pantalla un año antes, en 1973, con la versión musical del clásico de Robert Louis Stevenson Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Dirigido por David Winters, este telefilm estrenado a principios de aquel año por la NBC , no obtuvo el beneplácito de los espectadores y vino a prolongar el escaso interés del público por los últimos títulos protagonizados por el astro. El más reciente, Pata de palo, otra incursión en la obra de Stevenson (aquí a razón de su mítica “La isla del tesoro”), había supuesto el debut de Douglas en la dirección. La tercera víctima significó, quizás, una obligada concesión por su parte.
La película presenta a Douglas en el papel de un profesor de biología llamado George Anderson, un tipo apocado y gris y aparentemente apacible al que apodan “ratoncito”, un sobrenombre que detesta. Al separarse, en contra de su deseo, de su mujer Laura (Jean Seberg), tiene que resignarse a hacer lo propio con Simon, un niño nacido fruto de una relación que Laura mantuvo anterior a su matrimonio con George. Éste está decidido a que el chico mantenga su apellido, pero Laura, quien está a punto de casarse con el arquitecto David Richardson (John Vernon), se niega rotundamente. George no aceptará la negativa y, llevado por el odio y el resentimiento, trazará un obsesivo plan de venganza para conseguir su objetivo.
Este irregular ejercicio de suspense alcanza efectiva entidad únicamente en virtud de la inapelable prestación acometida por un Douglas sencillamente perfecto. El actor, omnipresente en la narración, proyecta de forma brillante la progresiva dimensión psicológica de su personaje, y lo hace de manera sutil, sin excesos, muy acertado, además, en el apartado recitativo.
Impelido a olvidar a Simon -al que procura furtivas miradas desde la distancia-, y supervisado por un detective contratado por Richardson para controlar su preocupante indocilidad, George Anderson asume la necesidad de dar un paso adelante, de afrontar un reto como respuesta (fatal) a sus frustraciones, que impone su quebrada mente ante una situación que le perturba. Tras despistar al tipo que le vigila constantemente, acude a una cabina telefónica y llama a la policía para advertirles que antes de la medianoche va a matar a alguien. Anderson encuentra a ese alguien en una lavandería. Es una mujer joven que, casualidades de la vida (y del guión de John Peacock), no tiene reparos en invitar a su casa a un desconocido con la excusa de cambiar el vendaje que cubre su mano izquierda, herida al romper el cristal de una puerta. Una vez allí, Anderson rebela al espectador el significado de su apodo “ratoncito”: `Porque soy apocado, indeciso, nunca hago lo que decido hacer´, le explica a la mujer, para a continuación sentenciar(la): `Esta noche, gracias a ti, voy a hacer lo que he decidido´… Y con pasmosa frialdad amanera una cuchilla y lanza el brazo para efectuar el corte, abriéndole el cuello. La mujer avanza moribunda, desangrándose por el pasillo hasta caer al suelo. Al fondo del plano emerge, imperturbable, el rostro del ahora asesino George Anderson. Así ha cumplido con la primera de las tres víctimas que reza el título español.
La eficacia de este personaje (quizás el único reclamo verdaderamente válido del film), no viene solo determinada por el trato (p)referente (la película es toda suya), ni por la ya alabada labor de su intérprete, sino que responde también a la coherente atmósfera -visual- en la que se envuelven sus acciones: opresiva, gélida, sucia y decadente. Lo que evidencia el hecho de haber rodado la gran mayoría de la película en Londres, y haber confiado en la fotografía del británico Jack Hildyard (1908-1990), operador poco conocido pero de importante currículum a sus espaldas: El puente sobre el río Kwai (David Lean, 1957), De repente el último verano (Joseph L. Mankiewicz, 1959), 55 días en Pekín (Nicholas Ray, 1963)… Respecto a la apuesta en la planificación, la película no va más allá de la correcta funcionalidad en la que se mueve la dirección de Daniel Petrie, realizador de cuya filmografía parece fácil destacar un título: Distrito apache: El Bronx, aquel drama policial protagonizado por Paul Newman en 1981.
En conjunto, La tercera víctima resulta poca creativa, pálida en cuanto a la profundidad analítica del relato, simplemente conformista con la sobresaliente presencia del personaje principal (y con el actor que le da vida). En verdad, no logra alcanzar verdadera consistencia dramática en ningún tramo de su metraje. Pero, pese a todo, la intriga funciona aceptablemente y nos permite seguir el desarrollo de la cinta con cierto interés. Así es, en definitiva, este producto televisivo: competente más que inspirado.