En 1982 el director John Carpenter estrenaba La cosa, adaptación de un relato de John W. Campbell Jr. titulado Who Goes There?, que ya había dado pie en los años cincuenta a un clásico menor como El enigma de otro mundo, con Christian Niby y Howard Hawks en labores de dirección y producción respectivamente.
Obra fascinante, la película de Carpenter -su primera gran producción, su primera Serie A- distaba mucho de ser una monster movie al uso, al situar la amenaza no solo en el exterior, sino dentro de cada uno de los personajes, y planteando un esqueleto narrativo cuyo desarrollo hacía posible una sabia modulación intergenérica entre ciencia ficción, terror y, sobre todo, suspense. Pero tal éxito artístico no tuvo traducción (positiva, se entiende) en las taquillas norteamericanas. Mucho tuvo que ver el lanzamiento, solo dos semanas antes, y por orden del mismo estudio (Universal Pictures) de E.T. El extraterrestre, obra decididamente menor -pese a su aureola mítica-, cuyo infantilismo, tan caro a su director, conectó más y mejor con las audiencias del momento.
Afortunadamente el tiempo ha hecho justicia, pues más vale tarde que nunca, y la película de Carpenter ha adquirido merecidamente la condición de clásico incontestable del cine fantástico moderno.
Casi treinta años después, Hollywood -coherente con su política industrial- nos propone volver al frio hielo de la Antártida con esta revisitación a modo de precuela. La cosa, versión 2011, narra los hechos ocurridos en la base noruega anteriores a la llegada del grupo norteamericano (liderado por McReady/Kurt Russel) de la versión del 82. Así, es a los personajes de esta nueva aproximación fílmica a los que corresponde encontrar a la criatura en el interior de un enorme bloque de hielo, cuando sus sucesores se veían amenazados por el alienígena en libertad y mimetizado en el cuerpo de un perro, circunstancia concreta que se aprovecha al final del film -y de forma plausible- para conectar con el inicio de la cinta de Carpenter. Pero ahí terminan -obvio el cambio en el sexo del rol protagónico al no ofrecer alteración alguna en el entramado dramático- las diferencias, más o menos sustanciales, entre ambas versiones, porque el resto del relato discurre con mínimas variaciones, participando de las mismas ideas argumentales de su ilustre predecesora. De hecho, hay secuencias calcadas que no voy a describir, amén de la célebre escena del análisis de sangre que, al menos aquí, y probablemente por no sobreexponerse en la literalidad, es sustituida por una inspección bucal. Quizás por todo ello pueda resultar conveniente (más que nada por informar/avisar al espectador) hablar más de un remake (de un remake) que de una precuela, pese a que ésta ultima terminología sea la más adecuada para “vender” y justificar la propia existencia del producto en sí.
En cualquier caso, una propuesta como esta, tan (de)limitada en sus aspiraciones creativas, me obliga a reformular la crítica de mi discurso. O mejor dicho, a generar dos puntos de vista:
El primero, en respuesta a su condición de precuela o remake encubierto, ya lo he expuesto, y creo que con meridiana claridad. La película es insuficiente para el que haya conocido la versión de los ochenta. No quiero decir que pueda llegar, por decirlo de alguna manera, a “ofender” a ese determinado público. No obstante, domina una mirada respetuosa sobre su modelo (nunca mejor dicho) y no dudo que el proyecto haya nacido con la vocación de rendir un merecido homenaje a aquel clásico (incluso se recupera en parte la música de Ennio Morricone); pero no aporta, no sorprende, no toma cierta distancia. Su mimetismo exaspera. Provoca indiferencia.
El segundo enfoque requiere olvidar la existencia del referente y asumir la propia naturaleza del producto en base a su atenimiento a las consabidas consignas de producción. Visto así, La cosa (2011) resulta un trabajo competente si bien rutinario, un agradable entretenimiento exento de relieve emocional, dirigido (a las menos condicionadas) audiencias juveniles (que al fin y al cabo son las que predominan en las colas de los cines), donde prima la acción y el espectáculo al servicio de unos efectos especiales que brillan a gran altura: los procesos de transformación convencen y se reciben con sensaciones a medio camino entre el miedo y el asco. Lástima que un uso excesivo de los CGI rompa el efecto visceral de algunas mutaciones (En esos momentos echaba en falta la subyugante fisicidad de los artesanales trucajes del venerable Rob Bottin: cómo no recordar aquella boca dentada que surgía del estómago de uno de los personajes infectados cuando otro intenta reanimarlo con el desfibrilador, mordiéndole ambos brazos y amputándoselos para a continuación, tras ser reducido por el fuego del lanzallamas, utilizar un fragmento de la cabeza humana a modo de cuerpo del que surgen unas gigantescas patas de araña… Uffffff...).
El director Matthijs van Heiginingen Jr., un debutante de origen danés curtido en el mundo de la publicidad, logra una película visualmente atractiva, aceptablemente atmosférica. Resuelve bien las escenas de acción y se muestra preciso en el ritmo. Suficiente para distraer al espectador y mantenerle tenso, ocasionalmente, en su butaca.
En definitiva, y para resumir: si eres fan -como yo- del clásico de John Carpenter, esta nueva película te parecerá innecesaria, porque esto ya estaba contado antes y además mucho mejor (y no voy a entrar ahora en el debate, estéril, sobre la necesidad o no de nuevas versiones, remakes, reboots… o como queramos denominarlos). A lo sumo te hará recordar, con más añoranza si cabe, la cinta carpenteriana. Si por el contrario llegas virgen a la proyección puedes identificarte como público objetivo y esta puede ser tu película. Posiblemente no dejará huella alguna en tu memoria, pero seguro que, a tenor de su pulso sostenido, logrará entretenerte durante 103 minutos. Justamente lo que dura.
Harmonica